miércoles, 9 de abril de 2008

Espeso chOcOlaTe


Las 7.00. El fuerte caer de la lluvia sobre el tejado ya había dado los primeros avisos de la llegada de la mañana en la habitación que ocupaba Ariadna. Los fuertes golpes del reloj de la torre del Parlamento ya avisaban que no había más minutos de tregua para espabilar el cuerpo. Con un ojo medio abierto, Ariadna asomaba su curiosidad a la fría sala que se abría ante ella cada mañana. Nada. Nada más que la soledad en un día más en aquella ciudad que le apasionaba desde que había posado un pie en tierra pero nada más. Lo rancio de su gente, de su gastronomía, lo mal conservadores de los edificios tan valiosos que soberbios en su fachada veían pasar los años curtiéndose de madurez, tanta que algunos parecían que iban a venirse abajo de un momento a otro.




Londres era como sus habitantes. Fríos y grises por dentro y soberbios por fuera. En la semana que llevaba en la ciudad no había conocido a nadie que fuera inglés cien por cien, como a ella le gustaba decir de los nativos, que regalara un gesto de afecto o de cariño. Pero lo que más odiaba de aquella ciudad, que en el fondo tenía su encanto, era el compartir el diminuto cuarto de baño con todos los demás huéspedes de aquel bed&breakfast, donde el suelo era el plato de la ducha, la lavabo casi besaba la puerta y alguien rellenito no podría removerse para arreglarse cada mañana. Cada día se duchaba pensando cómo los inmensos señores y señoras ingleses podían arreglárselas en ese baño tan pequeño, pero el intento de imaginárselo pronto hacía que pensara en otras cosas más atractivas, como aquella momia sin identificar.




Tras cinco años en Egipto trabajando en varias excavaciones arqueológicas, su nombre ya era conocido por toda Europa como una de las arqueólogas más jóvenes y con dotes de gran maestría para identificar objetos del Antiguo Egipto. Aquella fama barata, adjetivo que su enfado había elegido para su nueva aventura, era el capricho del cónsul británico para que fuese ella la que viajara a Londres y no otra persona más experimentada en la arqueología y lo que era más importante, experta en momias. Ella era experta en pelucas y peinados del Antiguo Egipto, pero no en momias. De todas formas, tenía una tarea difícil que cumplir dentro de un tiempo establecido del que no podría excederse, ni tampoco fracasar si quería regresar a trabajar en Egipto. Un año, ese era el tiempo que tenía para averiguar de quién se trataba aquella momia que había aparecido sin inscripción ni detalle alguno en el depósito del Museo Británico.




Acompañada siempre de sus libros de arqueología e historia y alguna novela histórica del Antiguo Egipto, Ariadna se mostraba siempre reservada a las insistentes preguntas de la propietaria del bed&breakfast. Con su sonrisa dibujada en la cara y su dulce tono de voz, la señora Mirley era el prototipo de mujer inglesa, estancada en la década de los cincuenta.




Viuda y sin hijos, la señora Mirley trataba a los huéspedes de la que había sido su casa y también la de sus vecinos de antaño, como si fueran de su propia familia. Aquel trato se agradecía cuando la nostalgia del hogar se echaba encima de uno como una gran sombra negra y oscura que intenta tapar cualquier intento de claridad, pero también podía llegar a ser pesada si se le daba demasiada confianza a la señora Mirley. No tenía hijos, pero si un sobrino. Ben era su ojito derecho. Había estudiado historia pero lo que realmente le gustaba era la hostelería y el turismo, por ello hacía 2 años había abierto en frente del BigBen una cafetería-heladería, un establecimiento muy atractivo para los turistas que se cansaran de tomar un café en un vaso de cartón mientras paseaban por la gran ciudad. El local de Ben ofrecía la comodidad de un hogar con su cuidada decoración y el excelente trato del chico, algo extraño para ser inglés cien por cien. Al parecer, Ben rompía la regla de Ariadna sobre los británicos, o eso quería hacer ver la señora Mirley en cada desayuno de la joven. Antes de abandonar el bed&breakfast para ir al museo, Ariadna siempre le prometía a la señora Mirley que pasaría a conocer a su sobrino que, al parecer, la señora Mirley también le había hablado de Ariadna. El cuento de la Celestina es algo que tienen todos los países.




En Egipto más de uno le había intentado emparejar con algún oficial o ayudante en las excavaciones, pero la concentración de Ariadna en su trabajo impedían que las proposiciones fueran a más. En Londres era diferente. Allí no estaba arropada por sus compañeros de expedición y ella más que nadie necesitaba hablar aunque fuera media hora al día con alguien para no volverse loca. Por ello, se había prometido a si misma pasar una tarde por la cafetería de Ben, pero no antes de adelantar sus investigaciones sobre aquella momia.




El trabajo era más complicado de lo imaginado. Había estudiado sobre los vendajes en las diferentes etapas de la historia egipcia, del tipo de venda utilizada para cada rango familiar y social, pero hacía mucho tiempo que no examinaba en profundidad un cuerpo momificado. Aquella momia no presentaba ni una mínima seña de identidad, ni siquiera la época a la que pudo pertenecer. Además había una anomalía en ella: los vendajes no eran de alta calidad como los usados por las familias poderosas, pero la colocación de los brazos en cruz y sobre el pecho, con los puños cerrados era un símbolo de las familias reinantes. ¿Quién se había equivocado al momificar aquel cuerpo?¿Pertenecía a una familia que había sido poderosa y en el momento del fallecimiento de aquella persona momificada estaba en la ruina? ¿O se trataba de alguien perteneciente a las clases bajas pero próximo a los embalsamadores o a una familia rica y sabía cuál era la colocación perfecta de los brazos?




Era temprano aún para conocer las respuestas a esas preguntas, pero de lo que estaba segura era que se trataba o de un niño o de una mujer por el reducido tamaño, pero tampoco sabía si era varón o mujer. Días atrás había solicitado analizar la momia a través de rayos para conocer su fisionomía, pero las autoridades del Museo Británico la habían prohibido hacerlo y le dificultaban aún más sus investigaciones. Así no entendía cómo iba a averiguar en un año de quién se trataba si ni siquiera la dejaban analizar el cuerpo con rayos!




Cuando estaba en España y tenía que enfrentarse a momentos de impotencia como aquel iba a casa de su abuela y allí se tomaba un buen chocolate caliente mientras desahogaba sus penas y apuntaba muchos de los sabios consejos de la que consideraba la mujer más sabia de la familia. A causa del calor del desierto, en Egipto había perdido aquella costumbre, pero la humedad londinense le pedía a gritos un buen chocolate. Y fue entonces cuando decidió ir a la cafetería de Ben. Por lo menos, iba convencida de que había adelantado que se trataba de una mujer o de un niño, algo era algo.




La cafetería era tal y como se la había descrito la señora Mirley. No faltaba detalle. Mesas bajas acompañadas con sillones de pata corta y muy bien combinados con el color de la pared, dos barras con taburetes altos formando un pasillo que señalaba la barra a un extremo y la nevera con los helados al opuesto, lámparas blancas en forma redonda pero con pétalos enlazándose los unos con los otros, música muy suave de fondo y un olor a canela que hacían aumentar las ansias a un buen chocolate. Detrás de la barra una chica muy inglesa, alta y delgaducha, y de cara muy pálida, pude también por el gesto de amargura que tenía dibujado. Ni siquiera contestó al saludo de Ariadna que ya tomaba asiento en un taburete cerca de la barra. Aquel sinsabor de la joven camarera hizo que Ariadna volviera a tener malas impresiones de la gente inglesa, pero sus pensamientos frenaron en seco cuando escuchó una alegre voz que se interesaba por ella.




Con cara dulce y sonriente, un joven de aspecto también muy inglés con una bandeja en su mano se ofrecía a atenderla. No tardó mucho en darse cuenta de que se trataba de Ben, tenía que ser él porque coincidía con la descripción de la señora Mirley. Él también se dio cuenta de quién era aquella chica morena con acento fuerte que indicaba que era extranjera, española como él adivinó en cuanto pidió un chocolate espeso. Era la primera vez que alguien le pedía algo así y con tanta concreción, pr lo que tenía que tratarse de una española.




Mientras esperaba por su chocolate, Ariadna abrió uno de sus libros, el de novela histórica. Le encantaba empaparse del Antiguo Egipto con documentos reales o con historias ficticias, lo único que pedía era coherencia y que el texto invadiera su ser trasladándola a aquella época en la que el mundo que existía era el alimentado por el río Nilo, el que recibía los regalos de los verdaderos dioses y el gobernado por los faraones. Egipto la absorbía.

3 Comments:

ARSINOE said...

Estoy segura que Ariadna conseguirá su objetivo y nos desvelará que regio personaje se esconde entre los vendajes..Ya me has enganchado, voy con la segunda parte..

Anónimo said...

que bién escribes! Esperamos la segunda parte. Voy a leerla.

un beso.

elena said...

Mi enhorabuena por lo bien que escribes, me pasaría todo el día leyendo lo que pones.
Un saludo ;-)


cleoppatra