martes, 8 de diciembre de 2009

Ellas. Una pizca de vida

Aquella mañana necesitó abrir todas las ventanas. De una habitación a otra, el revoltoso aire que la mar adentraba en la ciudad revoloteaba por todos los rincones de su casa. Hacía frío, el aire era húmedo y las puertas mantenían un continuo combate con los topes que ella les había puesto para que no se cerraran. No notaba temperatura alguna, sólo necesitaba sentir la libertad.
Por el suelo de su casa bailaban bolas de colores que habían quedado abandonadas en un fallido intento de preparar la llegada de la Navidad. Una muñeca sentada en una esquina del cuarto de su hija pequeña sujetaba una bola roja con adornos brillantes, la maleta donde uno de sus hijos guardaba las partituras de los villancicos que ya ensayaba con el coro infantil impedía el paso a otra bola verde. Un espumillón había quedado colocado en el respaldo del sofá del salón. La Navidad se extendía por toda la casa sin ningún orden ni coherencia.
Miró el reloj. No hacía ni quince minutos desde que había dejado a la pequeña en el colegio y ya se sentía presionada por las agujas del viejo cucú que presidía en la cocina. Recoger los platos del desayuno, hacer las camas, recoger la casa y, si quedaba tiempo, pasar el plumero antes de irse a trabajar. Necesitaba sentirse libre por un instante como cuando ponía un CD y se dejaba llevar por la música. Entonces lo hizo. Se dirigió a su cuarto, eligió un CD de los que había apilado su marido sobre la mesa de mezclas y presionó el play en la minicadena. Cerró los ojos y se dejó impregnar por los golpes secos de una darbuka. El sonido del laúd y otros instrumentos que se daban paso en la pista del CD le dibujaron una sonrisa en su cara ya relajada y ajena al stress que hacía sólo unos minutos estuvo a punto de derrumbarla. El ritmo de la canción se había acelerado y el aire que deambulaba por toda su casa la empujó mover su caderas. La danza le aportaba la libertad que ansiaba.
Sin dejar de moverse comenzó a adecuar la casa. Entre giros, golpes de caderas, alguna ondulación que le exigía la música. Sin apenas darse cuenta la música había tomado el control de su cuerpo, o era en aquel momento cuando ella tenía todo el control, no lo sabía muy bien pero la música había despertado cada parte de su cuerpo y le había alimentado con la pizca de felicidad necesaria para comenzar un nuevo día.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Dikra

Por fin he comenzado con el taller literari. Espero poder mejorar mi estilo y narración según vaya haciendo los ejercicios que nos proponen. Y también refrescar mi creatividad, que últimamente está un poco 'seca'.
Os pongo aquí abajo uno de los ejercicios propuestos para que me déis opinión. Se trataba de realizar una descripción de alguien conocido, más que nada, para que nos fijáramos y destacáramos aquellos rasgos y detalles que siempre pasamos por alto de las personas que nos rodean.
Se lo dedico a una de mis compañeras de Erasmus: Dikra
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Sus ojos parecían ventanas a la inmensidad de la noche. Sus largas y tupidas pestañas abanicaban lentamente su mirada, adornada por el khrol y las brillantes sombras de los cosméticos. Su blanca tez parecía esconder una fina y coqueta nariz que se afilaba con cada una de sus sonrisas, dejando entrever a cada uno de los lados unos pómulos rosados que enmarcaban la expresión de una tierna juventud. Sobre sus gruesos labios siempre brillaba un tímido brillo que le ayudaba a resaltar una dentadura no tan bella y perfecta como el resto del rostro.
Le encantaba untarse de bálsamo los labios. Siempre lo aplicaba con su dedo corazón, mientras que con los otros intentaba esparcir mejor el maquillaje que con el pasar de las horas se acumulaba las dos pequeñas hendeduras, una a cada lado de la comisura de los labios y resultado de su constante sonrisa. En sus manos siempre lucía brillantes sortijas de cristal de Swarovski, hechas por ella misma, que de vez en cuando se quitaba para aplicarse una crema que le aportaba la suavidad y el olor que la caracterizaba. Parecía que utilizara todos los perfumes y cosméticos procedentes de una misma sustancia. Sus manos, su ropa, su pelo; todos dejaban el mismo rastro embriagador para muchos.
El movimiento exagerado de sus caderas, aún por definir, hacía que los negros rizos de su melena bailaran de un hombro a otro. Por su rostro, se deslizaba un mechón enroscado en sí, pasivo del vaivén del resto y con el que ella solía jugar cuando estaba aburrida. Bajo el nacimiento de ese negro tirabuzón se escondía un pequeño lunar de forma un poco ovalada, idéntico al que tenía al lado izquierdo de su cuello y que sólo se dejaba ver cuando la curiosidad le hacía estirarse e inclinar la cabeza hacia atrás. Más lunares se esparcían por sus brazos. Era con ellos con los que se divertía y relajaba uniendo unos con otros, como si estuviera realizando uno de esos pasatiempos infantiles en los que tienes que unir puntos numerados para descubrir un dibujo.
Le gustaban los lunares y odiaba los tatuajes y piercings, lo que no le impedía adornar sus orejas con grandes pendientes de los que siempre colgaban monedas y bolitas, percusionistas de un tintineo que siempre la acompañaba en cada movimiento que hacía. Aquel sonido, como de campanillas, era característico en ella. Parecía ser una caja de sorpresas por descubrir y de música susurrada por sus labios siempre que paseaba sola por la ciudad.

jueves, 20 de agosto de 2009

Inshallah. Capítulo II

El presente nunca le había gustado. Era el pasado lo que le apasionaba y a lo que se atrevía a mirar de frente. Con su veredicto pronunciándose a sus espaldas, su mirada sólo se inundaba del azul inmenso del Mediterráneo que se extendía ante él. No lo había soportado más. Aquella incómoda situación en el hospital era ridícula ante la panorámica que el único vínculo al exterior ofrecía.
Había abierto la ventana y se había asomado. Inspiró el aire puro del mar, sintió cómo se hinchaban sus pulmones, cómo se alborotaba su pelo ya canoso, testigo del paso de los años y cargado de experiencia. Su rostro respiraba libertad, mientras que a sus espaldas las palabras del doctor le devolvían a la realidad. Era como si estuviera viviendo dos realidades diferentes, como si su espada y su rostro no pertenecieran al mismo cuerpo. Lo opuesto. La cara y la espalda. La libertad y la condena perpetua. El azul del mar y el blanco rancio de una habitación de hospital.
Siempre había vivido con esa sensación. Su espalda estaba acostumbrada a cargar con lo más oscuro de su vida, mientras que ante sus ojos siempre se habían postrado las escenas más maravillosas que el hombre pudiera ver.
Alejandría. Aquel aroma que lo rodeaba le recordaba a la histórica ciudad de los Ptolomeos. Desde Alejandro Magno hasta la hermosa Cleopatra. Nunca se perdonaría el irse sin conocer el paradero del féretro de la última reina de Egipto. ¿En qué recóndito lugar del mar que baña la costa alejandrina se encontraría su cuerpo?¿Y el de Marco Antonio? Ni el gran César pudo contenerse ante los encantos de una mujer y un país poderosos.
Pensando en Egipto su mente viajaba a aquellos años que pasaba contemplando las excavaciones de los campamentos. Desde el alto hasta el Bajo Egipto; los oasis, el Mar Rojo. No le había quedado rincón de la tierra faraónica por estudiar y excavar. Con el paso de los años, había conseguido hacer de su pasión su forma de vida y el occidente no podía ser su punto final.
- Y ahora, ¿cómo debe ser su forma de vida?
Era Ángel. Después de años su hijo mostraba la preocupación que él nunca había tenido por su primogénito. Se giró para mirarle a la cara. Tenía el mismo rostro que ponía su madre cuando se presentaba alguna dificultad, por lo demás, era como si se volviera a mirar en un espejo pero con veinte años menos. Nadie podía negar su paternidad.
-Tendrá que aprender a convivir con el tratamiento.
'O no tomarlo y aprovecha lo poco que me queda por vivir', pensaba él. No quería medicación, no quería tener ese diagnóstico, no era justo para él. Vivir lo poco que le quedaba enganchado a las pastillas y con alto riesgo de padecer demencia, meningitis, depresión, psicosis.....¿Alguien da más? A aquel médico parecía gustarle recitar todos esos síntomas secundarios como el que lee la lista de la compra. Podía seguir hablando con Ángel y John, seguramente a éste último le interesaba también lo que podía pasarle.
Cuando al fin pudieron salir del hospital, se dirigió a ambos con el semblante que siempre le había caracterizado. A John le propuso irse a casa y charlar, aunque lo que realmente quería decir era que fuera recogiendo sus cosas y buscando un nuevo hogar. A su hijo le sugirió que pidiera un año de excedencia en su consulta. Tenía que recuperar el tiempo perdido y presentarle a su verdadero amor. Necesitaría todo un año para conocer Egipto.

martes, 18 de agosto de 2009

Inshallah. Capítulo I

Odiaba aquel olor. Esa mezcla de pureza entre blancura y medicamentos no era el escenario con el que siempre había soñado para pasar sus últimos días. Olía a triste, a verde de quirófanos y no de bosques.
John y su hijo Ángel también estaban allí. Les había pedido a ambos que no fueran aquella mañana al hospital. Sabía muy bien cuál sería el diagnóstico y quería compartirlo con su soledad, asumirlo antes de contarlo a su elenco de conocidos y desconocidos. Hacía mucho que no tenía que enfrentarse a los comentarios de los periodistas y prefería estar preparado. Ya veía todos esos titulares de prensa y chismorreos en los reality de la televisión moderna sobre el diagnóstico que iría a recibir de un momento a otro. Las mismas críticas que recibiría de su ex mujer cuando se enterara de todo. Sin embargo, en aquel momento la echaba de menos.
Habían pasado 15 años desde que se había marchado de casa. El mismo tiempo que llevaba sin ver a su hijo más de cuatro horas seguidas y cuando su trabajo se lo permitía. Por ese motivo, Ángel siempre lo había rechazado. Lo hizo hasta tal punto que incluso se olvidaba de recoger sus regalos de cumpleaños o de felicitar a su padre por Navidad. Al parecer, siempre estaba ocupado con sus estudios. Fuera o no cierto, el presente y aquella sala de hospital le habían reunido de nuevo con su hijo. No era el muchacho engreído de hace unos años, si no un serio y prestigioso psicólogo capaz de comprender todos los problemas y miedos, excepto los suyos propios.
Por primera vez, el silencio que reinaba entre seres queridos encerrados en una misma habitación no le molestaba. Amante de las largas e intensas conversaciones, aprovechaba aquel descanso de palabras para recordar todo lo que había hecho en su vida, saber quién era en realidad. No se arrepentía de nada. Ni de los viajes y largas estancias lejos de su familia cuando Ángel era pequeño, ni de los años de estudio dedicados a la arqueología, ni de la ruptura de su matrimonio. Todo lo había guiado su destino y quizás también él había marcado aquel diagnóstico.
No se arrepentía de nada. Él no. Quizás John tuviera algo que decir tras escuchar un diagnóstico que muy probablemente se repetiría en él, pero ya era tarde para argumentos. Después de 15 años de relación no necesitaba que nadie le explicara cómo podía haberse contagiado del VIH. Ahora sólo quería gozar de aquellos minutos de silencio, de aquellos minutos de paz.