jueves, 18 de septiembre de 2008

Renacer

'Hemos vivido tanto y hemos disfrutado tan poco.'

Aquella frase era recuerdo que tenía de su abuela en cada despertar. Después de veinte años de su muerte, parecía que cada mañana regresaba para achucharla entre las sábanas después de correr la cortina entre risas y canciones de su tierra, pronunciadas en palabras incomprensibles para su oído, pero dulces y encantadoras para su espíritu. Cada mañana suponía para ella un nuevo renacer. Qué curiosidad. Era justo lo que su abuela siempre le explicaba como la razón del vivir día a día.
El alma egipcia era tan diferente a la occidental que sólo se dejaban ver íntima cuando su alma se presentaba desnuda, sin miedos ni vergüenzas. El recuerdo de su abuela cada mañana era lo único que ahora le quedaba de una parte de sus raíces mientras la otra se imponía cada día más. Era la reencarnación de la historia del mundo, donde el occidente se superpone al oriente sin intentar ir de la mano. Pero no era así realmente, su destino había decidido que ella creciera en Europa, se educara como una occidental, pensara como tal pero amara y sintiese como una egipcia, y eso es lo que el alma transmite.
Su larga y rizosa negra cabellera bailaba con el viento que se colaba por su ventana, ¿o era el alma de su abuela que aún revoloteaba en su habitación? Aunque ya no estaba a su lado, nunca había dejado de sentir la fuerza que la presencia de su abuela le daba, la confianza en si misma, las ganas de vivir, de sonreir mientras saludaba por la calle a amigos y a desconocidos. Era ese sentir el que le venía de dentro del pecho cada vez que incómodas situaciones la conducían a asomarse al avismo. El cuerpo de su abuela se había ido, había cruzado el gran río, pero su alma aún la guiaba.
Aquellas ganas de vivir, aquel intento por disfrutar cada segundo vivido era su meta en la vida. No quería volver a arrepentirse por algo que no había hecho, no era justo verse a si misma por debajo de posibilidades ni castigarse a lamentos por un deseo incumplido por cobardía o timidez. Su abuela aún le seguía transmitiendo esos sentimientos. Ella descendía de una tierra donde las mujeres eran fuertes de corazón y valía, y donde los hombres las admiraban como madres de vida, como seres dignos de amar y cuidar, pero también como personas a las que respetar por su sabiduría.
Siempre había pensado que su abuela era un retal del futuro colocado en una época equivocada por alguna mano torpe de la creación. La fe en algo imposible de comprobar, eso también lo había heredado de su abuela al igual que sus ojos negros.
Como dos pozos que aguardan en silencio los diamantes más preciados, los ojos de la joven se abrían en su rostro como dos guiños del corazón. Sus párpados, perfectamente delineados en su cara, protegían los enormes iris negros donde brillaban dos estrellas. Apenas necesitaban retocarlos con maquillaje para que cualqueira se quedara prendado de su mirada, pero desde la ida de su abuela le gustaba pintárselos como ella le había enseñado.
En el tocador de su dormitorio, descansaba el pequeño pincel humedecido por el khrol. Las pinturas para resaltar los ojos y la máscara para las pestañas, colocados con cuidado para mantener vivo el recuerdo de su abuela, tal y como ella los ordenaba. Todos ellos eran sus más fieles aliados para lucir una mirada digna de una reina. Le gustaba cuando alguno de sus amigos la llamaban reina mora, porque veía que con ello sonreía su corazón o su alma o ambos a la vez. Sus amiggos fueron los primeros en notar el cambio en su personalidad tras el fallecimiento de su abuela, su fortalecimiento interno y su madurez como mujer adulta. Y también fueron ellos sus pilares para indagar en sus raíces y experimentar todo aquello que tomaba vida en los relatos que su abuela le contaba de niña antes de dormir. Mes a mes, su vida y su casa se aproximaban al Egipto desconocido, al que los ojos turistas se niegan a ver. Ella era la esencia de oriente entre los suyos y la mujer fuerte ante la sociedad.
Vivir y disfrutar de lo vivido. Nunca se borraría aquella frase de su cabeza ni la dejaría ninguna mañana, cuandno lo hiciera, sabría que entonces ella volvía a estar con su abuela al otro lado del río. Lo tenía todo para conseguirlo: un familia adorable, unos amigos fieles, un futuro prometedor y había descubierto la última puerta para conocer su interior, la que la ayudaría a renacer cada día, el baile.
Dicen que a un pueblo se le conoce por su música y por sus bailes. Las personas somos como los pueblos. Tan iguales a simple vista y tan diferentes a la vez. El corazón, la llave que une el cuerpo y el alma marca el ritmo de nuestro sentir, es nuestra música. Su abuela siempre decía: 'cuando un ritmo te haga acariciar sentimientos nunca sentidos, la cuna de ese sonido es la cuna de tu alma'.