lunes, 29 de diciembre de 2008

HATSHEPSUT La Gran Reina de Egipto


www.Tu.tv


undefined

lunes, 8 de diciembre de 2008

Con Egipto en la piel




Respiraba profundo. Sentada ante el mejor escenario que sus ojos nunca hubiesen admirado, postrada ante el colosal rostro de un faraón milenario era como si el ruido de la moderna Luxor quedase excluido de aquel templo.




El esqueleto de aquel templo, bañado bajo la tenue luz de los focos, era el reflejo de lo que había sido la antigua ciudad de Tebas. La majestuosidad aún reinaba en aquel espacio y el rostro en los colosos de Ramsés II transmitía la serenidad de todo un monarca. Contemplar aquella escena, encontrarse cara a cara con el gran faraón era una de las experiencias más maravillosas de su corta vida. Aunque diminuta ante los colosos, se sentía inmensa, como la noche estrellada que se extendía ahora sobre el templo. Sin prohibiciones como sucedería en la mejor época de la edificación, ella podría recorrer los pasillos del templo, contemplar los pilares y perderse en su diámetro. Sus ojos, siempre inquietos por captar cada detalle de una cultura aún viva en millones de corazones, admirarían las escrituras sagradas, los mensajes indescifrables para los miles de extraños que visitaban cada día las ruinas del templo. Para ella, la experiencia sería diferente.




El estudio de las culturas antiguas siempre había despertado su interés, pero había sido la historia del Antiguo Egipto la que la había cautivado. Su forma de vida, sus avances impensables para la antigüedad que tenían, su sabiduría y entendimiento de la vida con leyes que superaban a las modernas en muchos aspectos. La egipcia era una cultura apasionante, pero lo más importante era sentirla en su propia piel.




Con el semblante del faraón otorgando su paso al interior del recinto, sus pies avanzaron hasta alcanzar el pasillo de columnas. Su mirada se perdía en la oscuridad de la noche siguiendo los innumerables símbolos y jeroglíficos que decoraban aquellos cuerpos cilíndricos. Sus manos temblorosas agarraban con fuerza la mochila que se había colgado sobre el pecho, para evitar perderse en un túnel del tiempo, aunque realmente era lo que más deseaba en aquel momento, vivir los buenos tiempos del templo de Luxor y conocer su día a día. Sin duda, Ramsés II había sabido culminar con eficacia y grandeza la obra iniciada por sus antecesores en el trono. La sala de las columnatas era un festín de los dioses antiguos donde Mut y Amón encabezaban en una secuencia la fiesta de Opet, obra de Tuthankamón.




Pasear por las salas del templo de Luxor era como ojear la historia del Antiguo Egipto, conocer a los mayores reyes del Imperio Nuevo y sentirse partícipe de sus obras. Pero lo más emocionante estaba por llegar. A mitad del recorrido, una sala lateral la invitada a acceder a los antiguos jardines del templo, donde los sacerdotes y los monarcas accedían para realizar los acciones sagradas. Allí aún perduraba el lago que tantas ofrendas había albergado en sus aguas y el escarabajo pelotero, el que aún hoy representa la superación personal para los egipcios. Ver todo aquello e imaginarse su aspecto festivo, lleno de vida y de color en las frías piedras que ahora se mantenían en pie, era un sentimiento inexplicable para ella.




Su admiración crecía con cada paso que daba en el suelo sagrado de Luxor. Ante el desfile de imágenes y figuras, en su interior recordaba cada significado, comprendía cada cartucho que las piedras protegían, todos los años de estudio se desperezaban al ver la historia tan cerca. Hasta que llegó a él. Era el esquema de la fachada principal del templo, la imagen que Ramsés II quería en su aportación al templo.






Como si se tratara del plano de un arquitecto del mejor gabinete, los antiguos egipcios habían sellado en la roca la imagen del templo más importante para la celebración del Año Nuevo. Las instrucciones del faraón a sus obreros y súbditos para honrar a los dioses. Y sin apenas darse cuenta, sus manos soltaron la bandolera que colgaba en su hombro y temblorosas, como las manos de un anciano acariciando el rostro de un familiar al que no ve desde hace años, las yemas de sus dedos se acercaron al plano. Sentía la necesidad de acariciar el perfil de aquel dibujo, sentir la fuerza que transmitía, pues era el primer retrato del templo de la antigua Tebas. Y lo sintió. Los trazos labrados hacía más de tres mil año se tatuaron en su piel, como dibujando una línea invisible para los ojos, pero profunda al tacto.




El Antiguo Egipto pedía permiso para entrar en su piel, como antes ella misma se lo había pedido a los colosos del faraón. Ahora el templo también se asentaba en su alma y con él, todos los reyes y reinas que habían aportado su personalidad en su construcción estarían con ella.




A la salida del templo el ruido de la ciudad rompía lo sagrado del lugar. El bullicio turístico contaminaba un ambiente que ya posaba tranquilo en el fondo de su corazón.

Parón literario




Hay veces que los sueños se hacen realidad. En mi caso, el 2008 ha llegado cargado de emociones e ilusiones cumplidas, resultado todas ellas de un gran esfuerzo personal y profesional. El nacimiento de mi primer libro es uno de ellos. El objetivo de este blog siempre ha sido el dar rienda suelta a mis historias, las que se crean y conviven en mi cabeza, pero esta vez hago una excepción porque creo que la ocasión así lo merece.

Idioma Sportinguista es el título que le he dado al que acerca ahora al público el trabajo realizado desde el gabinete de comunicación del Real Sporting de Gijón. Reflejo de lo que fue mi tesis fin de carrera, presentada en junio del 2006 en el Universidad de Wolverhampton (Inglaterra). Ahora llega al público con su publicación a través de Ediciones La Cruz de Grado que ha apostado por este trabajo que recoge además una pequeña reseña de la historia del Real Sporting de Gijón y la relación que la entidad rojiblanca mantiene con sus aficionados y con la sociedad. Además, en este año 2008 sería irracional publicar un libro sobre el Real Sporting de Gijón y no hablar de su reciente ascenso a Primera División y del centenario del estadio El Molinón, por ello es que Idioma Sportinguista incluye dos capítulos dedicados a ambos temas, modificando así el texto original de la tesina fin de carrera.


El libro sale ahora a la luz, dos años después de su presentación en la universidad, tras haber pertenecido un año entero a dicha institución académica por ser una de las tesis con mayor calificación conseguida en la promoción 2001-2006 de Media&Communication Studies. Al presentar el texto en inglés, he tenido que traducirlo con el fin de lanzarlo en el mercado español y presentarlo al Real Sporting el febrero pasado, para obtener su aprobación. Todos estos pasos han sido los que han influido en el retraso de la presentación de este libro que llega en unas fechas indicadas: con el Sporting en Primera División y ocupando los puestos de tranquilidad.


viernes, 17 de octubre de 2008

Mesa para 2


Habían pasado muchos años. El tiempo había forjado unos recuerdos en la memoria de ambos, aunque ninguno de los dos quisiera acordarse de aquellos seis años. Tormentas y penumbras habían acechado cada esperanza que florecía en la última etapa de la relación, y todo el jardín de flores que había nacido de los primeros años fueron marchitándose, deshojando sus pétalos con la dureza que implica tantos momentos compartidos.


En el interior de él no latía nada por el amor vivido, en el de ella la espina de una rosa se había clavado, como testigo de un pasado que roía en el presente, cada noche, cuando el manto de la oscuridad tienta a pasear por el interior de uno mismo. Hace quince años no se podía imaginar que algo tan bonito tuviera un final, que a sus 40 años recién cumplidos iba a verse tal y como una quinceañera, soñando con un amor idealizado que cada noche la ayudase a conciliar el sueño. Pero su espina se hundía provocando un resquemor que se expandía por todo el cuerpo, como la maleza cuando come la sabia en los rosales. Un sentimiento que aún la recorría.


Pero aquella espina supo también transmitirle su dureza con la que fabricó su caparazón. Ahora ya era tarde para dar marcha atrás a las decisiones tomadas y recuperar los años oculta bajo su caparazón. Su profesión la había salvado.


Siempre convencida de lo que quería, había logrado finalizar su carrera y asegurarse un puesto de trabajo en una de las mejores compañías aéreas. Pocas eran las mujeres que aún en el siglo XXI se interesaban por ocupar una profesión vista todavía como modelo masculino. Le encantaba tomar los mandos de su vuelo personal y profesional, ser ella la única que guiase su futuro, como si el destino dependiera de ella misma, de sus deseos y razonamientos. Un destino que aún le jugaba malas pasadas recordando un rostro y unas caricias caducadas. Por eso, por parar los motores de su imaginación aquel otoño decidió embarcar e ir a donde ningún vuelo la había llevado antes.


Egipto. La tierra de los grandes faraones, y la primera gran civilización humana la esperaba con todo su resplandor y las huellas de ese pasado repleto de historias y leyendas. Siempre le había dicho, que rodeada de los grandes misterios y huellas del Antiguo Egipto se curaban todos los males del pasado. El presente se unía a un pasado remoto sin pasar por la infancia o juventud de uno mismo. Era como si las aguas del Nilo curasen las viejas heridas, la carne se regenerase y, al igual que Osiris, se volviera a nacer. Puede que fuese eso lo que necesitase. Zanjar por siempre sus heridas, aquellas que no había cuidado con mimo en su juventud y ahora se resentían.


Nunca antes había navegado, así que las aguas del Nilo serían las anclas en las que anclase su estado sentimental. Todo paisaje desprendía energía, magia, complicidad y serenidad. Egipto era una tierra rica en sabiduría, aunque pobre en recursos. Al desierto no le hacían falta más juncos que naciesen en sus costados, ninguna edificación manchaba su majestuosidad, excepto aquellas levantadas siglos atrás que reforzaban el significado de aquellas tierras. Y sus ojos, ventanas para aquel paisaje, absorbían cada detalle.


Ante el escenario antiguo del viejo imperio, la decoración del barco la trasladaba a una época más reciente, aunque igualmente pasada. Más que en los tiempos de hoy, los salones y camarotes parecían haber salido de la década de los años veinte. Una gran escalinata iluminada por una grandiosa lámpara de pequeños cristales bañaba de luz el hall por donde desfilaban los pasajeros antes de entrar al comedor. Era inevitable recordar la escena de Titanic, cuando Rose aparecía en lo alto de la escalera con su vestido burdeos. Pero aquello no era el Titanic, ni ella llevaba un vestido burdeos ni ningún Jack la esperaba en el último escalón.


El reloj marcó las diez. Era la hora de la cena. Entró al comedor y un atento camarero la guió hasta una pequeña mesa redonda. Vestía un largo faldón blanco con remates en rojo y negro. La vajilla lucía un membrete dorado en el canto y por el cristal de las copas se deslizaba un hilo del dorado también que acababa en una lazada labrada en el cristal. A su derecha, una servilleta roja perfectamente colocada simulaba un cisne sobre el lago blanco del mantel. En la silla de enfrente, vacía, pronto apareció la cara de aquel joven, su imaginación volvía a volar.

- Dicen que el destino siempre se acaba cumpliendo y en Egipto creen en el destino.


Su voz no había cambiado, su rostro reflejaba el paso de los años, pero en su mirada se conservaba el brillo de la juventud, el destello que producen las esperanzas y valentía por adentrarse en el mundo por cualquier puerta. Él estaba allí, la mesa era para los dos, como en su juventud, sin haberlo planeado. No sabía el significado de aquella coincidencia, por qué el destino era tan caprichoso con ella devolviéndole el pasado


Allí sentados, frente a frente, descubrió que el rostro que su imaginación recreaba cada noche, tan sólo era la careta de una persona a la que no conocía. En todos aquellos años, le había idealizado como el hombre ideal, el que ella quería que fuese, pero lejos de esos deseos, él conservaba sus miradas despistadas, su ansia por alcanzar más, su interés por ser quien no es. Sin dejar que su cerebro reaccionase ante lo que estaba sucediendo, una fuerza interior la levantó de la silla, la guió hasta su camarote y borró a su compañero de sueños. El destino sólo se lo había devuelto para curarle su herida. Ya nunca más habría mesa para los dos.

domingo, 12 de octubre de 2008

Donde duermen los recuerdos

Me acuerdo perfectamente de cómo era aquella caja. Colocada siempre mirando al occidente, donde la ventana abría paso al murmullo del mar con el que se inundaba la habitación de Gloria. El reflejo del sol brillaba en el salpicado de nácares y marfiles que decoraban su tapa. Miles de colores y brillos se desprendían desde un fondo de ébano que mantenía viva la edad de las tallas en sus costados.


Los motivos florales que lucían parecían bailar con las líneas marcadas por la naturaleza en los trozos de madera; colocadas como si también ellas hubiesen sido producto de los antojos de la tierra. Sin duda era una caja especial tanto por el significado que Gloria le había dado como por su antigüedad. Recuerdo cómo Gloria soñaba cada vez que relataba la historia de aquella caja.


Su abuelo, un marinero amante de las leyendas y aventuras con las que los libros alimentaban sus largas horas de soledad en la mar, había iniciado una expedición en el interior de África financiada por el gobierno francés. Su excelente trayectoria surcando los mares había motivado aquella expedición en una tierra árida donde seguían saliendo tesoros de dinastías milenarias. Eran las tierras nubias, próximas a Egipto. Y allí, bajo un sol abrasador con los ojos tristes por bañarse de dunas de arena y sequía un palacio camuflado en las montañas abría su cámara de los tesoros para su abuelo. Desde el primer momento en el que vio la caja, el abuelo de Gloria se enamoró de ella y como agradecimiento por el trabajo realizado, el gobierno francés le obsequió con una gran cantidad de dinero que sirvió para mantener a la familia más de una década y con la pequeña caja de ébano. Los estudiosos de arte africano decían que el valor de aquel objeto era mínimo y tampoco le encontraban una utilidad relevante en el pasado como para etiquetarla junto con las otras reliquias encontradas. El destino había unido a un marinero con un tesoro del desierto.


De todo aquello hacía ya más de cien años, una edad a la que Gloria ya se acercaba. Sola en su casa, como siempre había estado, la caja de ébano le hacía más compañía que la camada de felinos que paseaban por los largos pasillos del piso de Gijón. Su vida había estado cargada de emocionante aventuras, como la de su abuelo, pero en ninguna de ellas había encontrado a la persona adecuada para compartir sus días y so no le importaba. Se sentía orgullosa de lo que había sido, de lo que era; de haber llegado hasta el fin de sus días tal y como había soñado, con muchos de sus deseos cumplidos y lo más importante, estaba orgullosa de haberlo conseguido sin haber nunca olvidado su pasado.
La caja de ébano que cada mañana se dejaba bañar por la brisa del mar y la luz del sol aguardaba en su interior todo lo que Gloria era. El olor tan especial que siempre había tenido le recordaba a los suyos, los motivos florales le llevaban hasta los rincones donde su destino la había llevado, la tapa de nácares y marfiles le ayudaban a recordar su villa marinera cuando se encontraba lejos de ella, ahora ya por motivos de salud que la obligaban a trasladarse por periodos al interior de su Asturias. Aquella caja que tan insignificante había resultado para los expertos en arte africano hacía años, era para ella toda su vida y sus experiencias. No importaba qué contenido se aguardaba entre las paredes de la caja, ni tampoco si estaba vacía porque nunca había sido así. Los recuerdos, aunque invisibles a la vista, habían cubierto el espacio de la caja, como lo hacen en la memoria humana. Aunque había veces que con su caja viajaba la nota que su abuelo le había escrito en su última salida a la mar, de la que nunca volvió. La caja, como su antecesor había dejado escrito, sería la alcoba de los recuerdos familiares, los que se cuentan a los extranjeros de la estirpe y los que quedan en las miradas de sus conocedores.
El amarillento trozo de papel guardaba las elegantes letras de su abuelo trazadas con la estilográfica que ahora descansaba en el despacho de Gloria. Aquello no sería como la caja de Pandora, ningún recuerdo se caería del interior de la caja y permanecería siempre ahí, pese a no saber qué sería de ella cuando Gloria faltase.
La brisa del mar entraba en la habitación y revoloteaba el ambiente. Fuera, se oían las risas de los niños que jugaban en el arenal de San Lorenzo y el murmullo de los paseantes del Muro. De la caja se desprendían brillos y luces de colores que despertaban otro recuerdo en la vieja memoria de Gloria. Sus juegos en la playa, el rugir de las olas bajo la voz de su abuelo contando historias de la mar, los dulces de su abuela para las meriendas y la caja presente, captando todo lo que ahora contenía. Ella sería la única que permanecería.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Renacer

'Hemos vivido tanto y hemos disfrutado tan poco.'

Aquella frase era recuerdo que tenía de su abuela en cada despertar. Después de veinte años de su muerte, parecía que cada mañana regresaba para achucharla entre las sábanas después de correr la cortina entre risas y canciones de su tierra, pronunciadas en palabras incomprensibles para su oído, pero dulces y encantadoras para su espíritu. Cada mañana suponía para ella un nuevo renacer. Qué curiosidad. Era justo lo que su abuela siempre le explicaba como la razón del vivir día a día.
El alma egipcia era tan diferente a la occidental que sólo se dejaban ver íntima cuando su alma se presentaba desnuda, sin miedos ni vergüenzas. El recuerdo de su abuela cada mañana era lo único que ahora le quedaba de una parte de sus raíces mientras la otra se imponía cada día más. Era la reencarnación de la historia del mundo, donde el occidente se superpone al oriente sin intentar ir de la mano. Pero no era así realmente, su destino había decidido que ella creciera en Europa, se educara como una occidental, pensara como tal pero amara y sintiese como una egipcia, y eso es lo que el alma transmite.
Su larga y rizosa negra cabellera bailaba con el viento que se colaba por su ventana, ¿o era el alma de su abuela que aún revoloteaba en su habitación? Aunque ya no estaba a su lado, nunca había dejado de sentir la fuerza que la presencia de su abuela le daba, la confianza en si misma, las ganas de vivir, de sonreir mientras saludaba por la calle a amigos y a desconocidos. Era ese sentir el que le venía de dentro del pecho cada vez que incómodas situaciones la conducían a asomarse al avismo. El cuerpo de su abuela se había ido, había cruzado el gran río, pero su alma aún la guiaba.
Aquellas ganas de vivir, aquel intento por disfrutar cada segundo vivido era su meta en la vida. No quería volver a arrepentirse por algo que no había hecho, no era justo verse a si misma por debajo de posibilidades ni castigarse a lamentos por un deseo incumplido por cobardía o timidez. Su abuela aún le seguía transmitiendo esos sentimientos. Ella descendía de una tierra donde las mujeres eran fuertes de corazón y valía, y donde los hombres las admiraban como madres de vida, como seres dignos de amar y cuidar, pero también como personas a las que respetar por su sabiduría.
Siempre había pensado que su abuela era un retal del futuro colocado en una época equivocada por alguna mano torpe de la creación. La fe en algo imposible de comprobar, eso también lo había heredado de su abuela al igual que sus ojos negros.
Como dos pozos que aguardan en silencio los diamantes más preciados, los ojos de la joven se abrían en su rostro como dos guiños del corazón. Sus párpados, perfectamente delineados en su cara, protegían los enormes iris negros donde brillaban dos estrellas. Apenas necesitaban retocarlos con maquillaje para que cualqueira se quedara prendado de su mirada, pero desde la ida de su abuela le gustaba pintárselos como ella le había enseñado.
En el tocador de su dormitorio, descansaba el pequeño pincel humedecido por el khrol. Las pinturas para resaltar los ojos y la máscara para las pestañas, colocados con cuidado para mantener vivo el recuerdo de su abuela, tal y como ella los ordenaba. Todos ellos eran sus más fieles aliados para lucir una mirada digna de una reina. Le gustaba cuando alguno de sus amigos la llamaban reina mora, porque veía que con ello sonreía su corazón o su alma o ambos a la vez. Sus amiggos fueron los primeros en notar el cambio en su personalidad tras el fallecimiento de su abuela, su fortalecimiento interno y su madurez como mujer adulta. Y también fueron ellos sus pilares para indagar en sus raíces y experimentar todo aquello que tomaba vida en los relatos que su abuela le contaba de niña antes de dormir. Mes a mes, su vida y su casa se aproximaban al Egipto desconocido, al que los ojos turistas se niegan a ver. Ella era la esencia de oriente entre los suyos y la mujer fuerte ante la sociedad.
Vivir y disfrutar de lo vivido. Nunca se borraría aquella frase de su cabeza ni la dejaría ninguna mañana, cuandno lo hiciera, sabría que entonces ella volvía a estar con su abuela al otro lado del río. Lo tenía todo para conseguirlo: un familia adorable, unos amigos fieles, un futuro prometedor y había descubierto la última puerta para conocer su interior, la que la ayudaría a renacer cada día, el baile.
Dicen que a un pueblo se le conoce por su música y por sus bailes. Las personas somos como los pueblos. Tan iguales a simple vista y tan diferentes a la vez. El corazón, la llave que une el cuerpo y el alma marca el ritmo de nuestro sentir, es nuestra música. Su abuela siempre decía: 'cuando un ritmo te haga acariciar sentimientos nunca sentidos, la cuna de ese sonido es la cuna de tu alma'.

sábado, 23 de agosto de 2008

Hielo y pluma


Hacía tiempo que no dejaba constancia de su día a día en un papel. Su diario conservaba ahora las motas de polvo que se habían acumulado en sus tapas desde hacía años, los suficientes como para que los dedos de su mano no encontrasen la forma adecuada para abrazar la estilográfica. Con lo fácil que parecía años atrás, en los que la fina y cuidada punta de la pluma bailaba sobre el papel con la elegancia y delicadeza de los bailarines de patinaje sobre el hielo.


Escribir le recordaba las piruetas de Eva en sus años jóvenes, cuando competía en las pistas de hielo de toda Europa, incluso había conseguido participar en un torneo internacional celebrado en Rusia, entre las mejores. Ella estaba en ese nivel que se encuentra a caballo entre el sueño y la realidad. Y en la cabina de comentaristas, donde la realidad más humana, la más dura gobierna ante todo intento de utopía, se encontraba él. Nunca olvidaría el día que la conoció, ni pensar que estuvo a un segundo de renunciar aquella convocatoria para los juegos olímpicos de invierno celebrados en la cara este de Europa hacía ya más de cincuenta años.


Él, un joven periodista dedicado más a la crónica de sucesos que a otros menesteres periodísticos, metido en una competición deportiva de la que ni sabía el reglamento ni el nombre de ningún deportista de élite de aquella modalidad. De aquella no había vuelta atrás cuando en la redacción del periódico te destinaban un tema, y menos después de tener que hacerse hueco entre los mejores escritores de la época, pupilos de los más grandes cronistas que más adelante saltaron al mundo literario como grandes escritores de lengua hispanoamericana. Un becario tenía entonces que acotar las órdenes más interesantes y las más absurdas también. Si no entendías de un tema, la solución era fácil: infórmate de todo lo que puedas en el poco tiempo que tenías antes de enfrentarte a tu reportaje, crónica, crítica o noticia. Esa parte del pasado era la que menos había cambiado con respecto a la actualidad, aunque de aquella se careciera de herramientas tan útiles como Internet o el teléfono móvil. Las publicaciones pasadas, los libros especializados, el bloc de nota y a pluma eran los compañeros de viaje inseparables en el maletín de todo reportero.


Con ellos hizo el viaje de ida a su destino, a la Europa del este tan masacrada de desgracias que habían dejado su huella en todo rincón de los países afectados. Ver aquel escenario era aterrador, más cuando no realizabas el viaje para ayudar a solucionar el conflicto. Aún hoy, cincuenta años después de aquel viaje, él se seguía preguntando cuál había sido el motivo para llevar una competición deportiva a un escenario tan poco evolucionado por entonces tanto en arquitectura como en política y en valores humanos. El dinero, sin duda, ya sobresalía como principal poder social, como desde siglos atrás había hecho, diferenciando a unos de otros, partiendo la sociedad en clases distinguidas y provocando la indiferencia de los más poderosos por mejorar la situación de los menos favorecidos. Y entre aquel escenario, un elegante pabellón olímpico abría sus puertas a un país de ensueño recubierto por el color blanco, el símbolo de la pureza, de todo lo tranquilo, de la paz. La enorme pista de hielo calentaba el ambiente con su traje de vistosos anuncios de colores que ofrecían un festín luminoso a los ojos del espectador.


Su labor era escribir un artículo sobre la competición que durante tres días se desarrollaría en el pabellón olímpico de las ilusiones, como él mismo había decidido bautizar aquel sitio. Supuestamente en sus letras debía sobresalir la objetividad, pero dando también ese toque de opinión positiva hacia la participante de su país para que, entre frases engalanadas, el lector quedara convencido de la formación de su deportista. Aquella situación por sí sola ya hacía que él no viera con tan buenos ojos las coreografías puestas en escena por su compatriota y se fijara más en las representantes de otros países. Y allí, entre música y coreografías, palabras pronunciadas en todos los idiomas por sus colegas de profesión y puntuaciones extrañas, apareció ella.


Desde su posición, parecía que la joven no superaba los 16 años, aunque su edad ya se acercaba a los 19. Eva era la favorita, por sus anteriores triunfos conseguidos en numerosas competiciones internacionales. Ella era la mejor bailando sobre el hielo tanto sola como en pareja. Ella y la pista eran un ser único en cuanto la música comenzaba a sonar en el pabellón. Todo su cuerpo se movía al son de las notas musicales como si fuesen ellos los que en ese momento la estuvieran componiendo. No importaba si se trataba de música clásica con fuertes cambios de intensidad, como música moderna que requería movimientos más rápidos, mayor velocidad en pista y todo ello acompañado siempre por complicadas piruetas y movimientos. No podía realzar las coreografías de su compatriota de dejar por debajo de ella a Eva. Era la mejor, no hacía falta ser un experto en patinaje artístico para saberlo, por eso apostó por ella en sus crónicas. Apostó y ganó.


Para Eva era una competición más que sumaba a su carrera deportiva, otra medalla, otro trofeo como los demás; pero para él era el inicio de una nueva pasión. Sus artículos no habían gustado demasiado en la redacción de su periódico dadas las alabanzas que reflejaban de la competidora más fuerte del campeonato, pero las palabras del joven reportero no se equivocaban y celebraban ya la victoria anunciada de Eva. Lo cierto fue que desde aquel campeonato y su fascinación por aquella mujer y sus ejercicios sobre la pista le llevaron a él a ocupar un puesto en el área de deportes del periódico donde no tardó mucho en abandonar por su propia decisión. Eran muchos los diario que requerían de su presencia en sus redacciones y de revistas especializadas en patinaje. Realmente había hecho bien los deberes aquella vez interesándose por un deporte que cada día se hacía más fuerte.


Su experiencia en revistas especializadas de deportes de invierno cada vez le acercaban más a la joven y todo ello también servía para que su pluma bailara cada día con más soltura sobre el papel cuando escribía de Eva. Tanto fue así que pronto sus colegas le comenzaron a llamar el plumilla de la campeona, y ella se interesaría por conocerle tarde o temprano.


Fue un jueves, 28 de agosto, cuando le llegó una cita para verse con Eva en el gran hotel Reigton, donde se hospedaba la joven. Una revista de gran tirada había publicado unos días atrás un artículo en el que repasaba la historia de Eva con gran fidelidad y elegancia en su estilo. El artículo había sido la llave para despertar el interés de la deportista por conocer al reportero que la seguía a todos lados. Eran muy parecidos, muy similares, casi gotas gemelas cada uno en su profesión. Ella se comunicaba con el hielo como si fueran sus pies los que hacían que éste se presentara a su antojo, y él hacía lo mismo con la pluma, parecían extensiones de sus cuerpos. Puede que aquella coincidencia funcionase como el imán de sentimientos entre ambos, una tormenta que estalló en todos los medios. Reina del hielo y periodista aficionado se enamoran, por fin él entraba en el mundo entre sueño y realidad.


Desde aquel encuentro en el Reigton, él había trazado hermosos versos con su estilográfica para ella, una carta por cada jueves de la semana. Ella le inspiraba al escribir y las cartas que ella recibía de él alimentaban su imaginación para crear coreografías, más técnicas, más complejas, y también más románticas. Él se había convertido en su periodista más especializado, en su manager, en su biógrafo, formaba parte de su vida; siempre, desde aquella cita, había sido así.


Cincuenta años atrás. Echar la vista atrás era fácil. Cerrar los ojos y ver de nuevo aquel pabellón mágico que acogería los bailes de Eva, recordar sus ensayos, emocionarse con cada una de sus vueltas, de sus coreografías una y otra vez, entrar en ese mundo de ensueño que se rompía al abrir los ojos y verla postrada en una cama, casi inconsciente, inmóvil, como sin vida. Sus patines se había oxidado al igual que la pluma estilográfica del que había sido un día el joven periodista que viajó a Europa del este. Hacía tiempo que los cuidados a Eva le obligaban a no atender otro tipo de detalles como la carta de los jueves, a escribir su diario o a ver crecer a sus nietos.


Se acercaba un jueves mágico, el del 28 de agosto y a cinco días de la fecha indicada su pluma seguía sin vida, su mano temblaba al tocarla y sus dedos no se encontraban cómodos al abrazarla. Su arte se moría con su amor.

viernes, 22 de agosto de 2008

Cuento egipcio

Las vacaciones están llegando a su fin, y pese a haber viajado y disfrutado, también he tenido tiempo a trabajar en cosillas que tenía sueltas por ahí y que al fin ven la luz y a disfrutar de otra de mis aficiones además de viajar, el leer. Y buscando un libro interesante a la vuelta de Burgos en una de las librerías de la estación del tren, una revista de salud venía acompañada por un pequeño ejemplar donde se reunen cuentos tradicionales de los cinco continentes. Por supuesto, Egipto tenía que ocupar páginas en este pequeño libro de bolsillo.
Como ralentí en el que he metido al blog este mes de agosto, que lo he abandonado un pelín, os escribo este relato tradicional egipcio que se titula: El aprendiz de mago
Éucrates era un joven griego que estudiaba en Egipto. Un día, mientras navegaba por el Nilo, se dio cuenta de que entre los pasajeros del barco había un hombre muy misterioso.
Se trataba de un egipcio con la cabeza rapada como los sacerdotes, que llevaba finos vestidos de lino, y hablaba griego perfectamente. El misterioso hombre se llamaba Pancratés y era muy sabio, pues poseía conocimientos muy vastos en todas las áreas del saber.
Aprovechaba las escalas del barco para bañarse en el río y nadar entre los cocodrilos sin ningún temor. Se divertía acariciándolos o montando a horcajadas sobre sus espaldas.
El joven griego enseguida comprendió que se trataba de un mago y procuró entablar amistad con él. Pancratés no tardó en concederle su confianza, hasta el punto de confesarle, uno tras otro, sus secretos.
Cuando el barco llegó a su destino, Menfis, Pancratés le dijo a Éucrates:
-Dejad aquí a vuestros criados y venid conmigo. No os preocupéis, no vais a necesitar de ellos.
Y se fueron directamente a la posada.
Una vez allí, el egipcio cogió una escoba, le puso a la misma un vestido y pronunció una fórmula mágica en voz baja.
Luego le dijo:
-Ve a buscar agua.
De repente la escoba cobró vida y fue a buscar agua. Lo más sorprendente fue que, gracias a la fórmula mágica, todo el mundo la tomó por ser humano.
Cuando la escoba trajo el agua, el mago le dijo:
-Ordena la habitación y sírvenos.
Y la escoba cumplió las órdenes sin rechistar.
A continuación, el mago volvió a pronunciar unas palabras mágicas en voz baja y la escoba se convirtió de nuevo en un objeto inanimado.
Éucrates quedó maravillado ante semejante prodigio y le hubiera gustado poseer la fórmula mágica, pero el egipcio guardaba celosamente su secreto. Sin embargo, un día, el mago pronunció la fórmula mágica en voz alta y Éucrates, que se encontraba en la habitación de al lado, la oyó. Más tarde, mientras la escoba ejecutaba sus órdenes, los amigos se fueron a dar un paseo.
A la mañana siguiente, el joven griego dejó que su amigo se fuera solo, se apresuró a vestir la escoba, pronunció la fórmula mágica y le ordenó:
-Ve a buscar agua.
Inmediatamente, la escoba cogió un cántaro y se fue a buscar agua.
-Muy bien-le dijo Éucrates-, ahora, !conviértete otra vez en escoba!
Pero la escoba salió de nuevo y trajo más agua, una y otra vez. Pronto, no hubo bastantes ánforas ni recipientes para contener todo el agua que la escoba traía y ésta empezó a derramarla por el suelo.
Éucrates sabía la fórmula que daba vida a la escoba, pero no la que servía para detenerla. Fuera de sí, el griego cogió un hacha y partió la escoba en dos mitades. Cada una de las dos mitades tomó un cántaro y prosiguió con ese ir y venir infernal. El pobre muchacho habría parecido ahogado si el mago no hubiese vuelto a tiempo para deshacer el hechizo.
algunos días más tarde, Pancratés desapareció. Su joven amigo nunca más volvió a verlo y no pudo proseguir sus estudios de magia.

miércoles, 30 de julio de 2008

EntreLíneaS

Lo había hecho. Al final la curiosidad puede a la moral y el ser humano siempre acaba cediendo. Pese a su corta edad, Luc conocía bien los puntos débiles de su hermana. Compartían más que la sangre y los genes, les unía la curiosidad por ir más allá de lo que pasaba ante sus ojos. Al parecer, Leire había investigado en aquella esquina de su cuarto que había salido disparada de la pared con el puntapié de Luc y ella le había devuelto la patada. Ahora le tocaba a él responder.
Apartó todos los recipientes que contenían el puzzle que se había propuesto hacer para no golpear ninguno y derramar las piezas que contenían, y colocó el cajón secreto de su cuarto para volver a golpear suavemente la esquina que activaba la trampilla en el cuarto de al lado. Al poco rato, el cajón volvió a aparecer en su dormitorio. Creía que conocía a su hermana y que aquello era fruto de la respuesta de Leire, pero para asegurarse Luc decidió iniciar un juego de intercambio, tal y como hacían cuando él era más pequeño.
El juego era fácil. Uno de los dos tenía que hacerle llegar al otro un objeto personal que requiriera de una posesión que el otro tuviera a mano. Por ejemplo, Leire siempre comenzaba el juego metiendo debajo de la almohada de Luc una bufanda con el mismo estampado que los guantes de Luc. Entonces él tenía que hacerle llegar sus guantes con otro objeto para que continuase el juego. Luc no se complicó. Sabía que los guantes llamarían a la bufanda de Leire si es que ella había aceptado participar en su aventura. Rebuscó en los cajones hasta encontrar uno de los guantes, lo metió en el cajón secreto y dió el golpe en el zócalo para que aquella trampilla pasase a la habitación de su hermana. Leire no falló. No habían pasado ni diez minutos cuando desde el cuarto de al lado se oyó un golpe para activar aquel cajón. En su interior se encontraba la bufanda y un bolígrafo.
Luc se quedó atónito mirando aquel bolígrafo. En él había un sarcófago que recorría todo el cuerpo del bolígrafo según lo movías hacia abajo o hacia arriba. Realmente no sabía qué pretendía Leire que le devolviera con aquella pista. ¿Una carta?¿Un dibujo de Egipto?¿Un mensaje?El mensaje.
Luc se acordó entonces del papel con el mensaje tan raro que había encontrado del otro zócalo que se había movido en su cuarto y fue a buscarlo, pero aquella vez no apareció. No estaba, había desaparecido de la caja donde lo había escondido para que nadie lo viera, ¿o se lo había dejado olvidado sobre la mesa y Marie lo había tirado a la basura? No podía ser, algo tan importante como un mensaje sin descifrar no lo habría dejado abandonado como si nada sobre la mesa y ante el peligro de que un adulto lo tirara. Siguió buscando sin encontrar nada, entonces un golpe en la pared volvió a captar su atención. Leire estaba impaciente por continuar el juego. Entonces él le escribió una nota:
'Ha desaparecido'
Esta vez fue Leire la que tardó en contestar. Luc pensaba que igual no lo había entendido, pero se equivocaba. Su hermana le respondió, pero al día siguiente y durante el desayuno. Era la primera vez que Leire rompía las reglas del juego, eso era señal de que estaba interesada por la historia que le había contado Luc el día anterior.
- Es el libro de los muertos. ¿Qué tal va ese puzzle?
Fue lo único que dijo y era bastante para que Luc entendiera que aquel puzzle iba a ser el confidente de su hermana, él y la aventura que compartirían.

martes, 22 de julio de 2008

EntreLíneaS



Los soldados cuadraban firmes. Desde aquel lado de la cama observar el regimiento de las pequeñas figuras de plomo imponía a cualquier intruso, para él aquellas filas eran su ejército. Casi debajo de la mesa donde se levantaban los soldados de plomo, se veía el zócalo que había albergado durante quién sabe cuánto tiempo aquel extraño mensaje. Al otro lado de la pared, el ambiente del Antiguo Egipto inundaba la habitación de su hermana.


La brisa juguetona se metía entre las arrugas que dejaba el caer de las blancas cortinas. El olor del incienso volaba por el dormitorio embriagando la mente de Leire, transportándola a otro lugar. Sentada en su tocador con su camisón de estilo romántico, miraba con añoranza las páginas de la pequeña libreta que desde hacía unos años la había acompañado allá a donde iba. Como si la tinta tatuada en ellas gritara su nombre, Leire acariciaba cada palabra con las yemas de sus dedos. La libreta granate de anillas doradas guardaba el mayor tesoro de la joven, sus sentimientos y pensamientos. Seguir con el tacto de sus dedos la caligrafía sellada en las páginas amarillentas de aquel montón de hojas la ayudaba a sentir próximas a sus amigas de siempre, las que había dejado atrás con la mudanza, y también a recordar a aquel chico con el que nadie, ni siquiera ella, sabía si entre ellos había pasado algo más que un bonito recuerdo alimentado de algunos paseos por la ribera del río grande como para considerarlo su novio, o tan sólo había sido la ilusión que se mantenía ahora como fruto de la distancia. Fuera lo que fuera, el ritual de firmar una nueva página con sus suspiros transformados en letras siempre provocaba una fría lágrima que rastreaba el rostro de Leire bañando cada facción.



A Luc le encantaba pasear por el interminable pasillo de la planta superior de su casa. Sentía cuando lo recorría, visitar diversos sentimientos que le permitían traspasar las frontera que interpone la piel del cuerpo para llegar a lo más profundo de sus seres queridos. El ambiente oriental que desprendía la habitación de su hermana reflejaba la melancolía que invadía a la joven y provocaba, al mismo tiempo, una gran obstrucción en el interior de Luc que se veía incapaz de salvar de aquel abismo a su única hermana. Unos metros más allá, la puerta siempre entreabierta del dormitorio de mamá desprendía su aroma. Era un perfume que imponía el respeto que se le tiene a un adulto, pero también el cariño que hay hacia una madre. Ella, al igual que Leire, había conseguido impregnar de personalidad su pequeño y privado espacio, algo que ni Luc ni papá habían conseguido aún, quizás por eso que dicen que las mujeres son más fieles a su interior, a su yo, más que los hombres. Lo que sí había conseguido papá era dejar aquel olor a tabaco cerca de la puerta de su despacho, un olor que a mamá le levantaba jaqueca y a Leire le causaba náuseas.


Cada dormitorio conservaba ya, apenas un mes después de haber llegado a su nueva casa, el olor característico de cada miembro de la familia y todas ellas guardaban a la vez un pequeño recuerdo de Marie, o más bien de los productos que elegía para asear los cuartos de baño y para librar los estantes de la capa blanquecina de polvo.




Abajo, en el jardín, los arbustos ya habían tomado diversas formas de animales y símbolos que para un niño de la edad de Luc no tenían ningún significado. Por las ventanas abiertas de la planta inferior de la casa entraba el olor a las flores que trepaban por las paredes. En la cocina, el ajetreo era el habitual a aquella hora de la mañana, entre preparar el menú que se serviría al mediodía y colocar los productos que acababan de llegar del supermercado. La casa era enorme, pero después de un mes, había pocos rincones que Luc no hubiese investigado y lo peor de todo, aún no había conocido a ningún niño con el que compartir sus aventuras. Así que, pensando en cómo podría conocer a alguien de su edad en aquel pueblo que parecía abandonado, regresó a su habitación.




Leire había cerrado por completo la puerta de su dormitorio y Luc hizo lo mismo tras cruzar el umbral de su cuarto. Aquella habitación se estaba convirtiendo poco a poco en su fuerte, en una sala donde se concentraba todo lo importante para él, era su mundo y su vida. Abrió el armario donde guardaba todos sus juguetes, y algunos que su madre había encontrado en el desván, lo más probable que propiedad de los niños que había habitado aquella casa antes que su familia. Cogió la vieja caja de un puzzle que en la portada presentaba el dibujo de un atardecer en las pirámides de Egipto. Era una estampa realmente maravillosa, de esas que te invitan a soñar despierto en medio de la nada.




Abrió la caja y volcó todas las fichas que contenía dentro. Por suerte no salió con ellas ninguna araña ni otro tipo de esos animales que tanta fobia le dieron siempre a Luc. Las colocó todas de forma que se viera el dibujo de cada una, buscó recipientes donde colocar las piezas parecidas y comenzó a seleccionar. Sería un trabajo difícil el terminar aquel puzzle con tantas piezas iguales que formaban la arena del desierto, a lo que se sumaba que las paredes de las pirámides tenían un color similar al de algunas dunas que se veían también en la caja del puzzle. Así todo, se decidió a comenzarlo, ya que no tenía otra cosa mejor que hacer. En su antigua casa, él y su padre solían hacer puzzles de barcos y batallas navales, que era lo que más les gustaba a los dos. Después que aquella experiencia que acogió el montaje de más de diez puzzles, Luc estaba preparado para enfrentarse al desafío de las piezas del desierto él sólo.




Ya había separado todas las piezas con un borde liso, las que formaban el marco del puzzle, cuando con su pie dio un puntapié a la única esquina de su habitación que comía terreno de la misma. Tras tocar aquella pieza de madera que recubría la zona más bajas de la esquina, se oyó el abrir de una cámara. ¿Otra trampilla en su habitación? ¿Qué era aquello, una broma o era producto de su imaginación y nada había sonado? Dejó por un momento el puzzle a un lado para investigar cada rincón de su dormitorio. Tenía que descubrir dónde estaba la nueva trampilla.




La esquina que había recibido su puntapié no mostraba ninguna variación. Ni grietas abiertas, ni el zócalo metido hacia dentro, ninguna pieza a distinto desnivel de las otras. Nada. Aquello sí que era un misterio.




Leire picó a su puerta y sin esperar respuesta la abrió pidiendo explicaciones al destrozo que Luc había hecho en su cuarto. El sonido había existido. Con el puntapié de Luc en aquella pieza, otra en la habitación de su hermana pareja a la misma se había desplazado dejando un hueco, era como un cajón que comunicaba ambos dormitorios. Luc intentó explicarle a su hermana todo lo que había encontrado, incluso le habló del mensaje que escondía otra trampilla del zócalo, pero Leire lo tomó como otra broma de su hermano pequeño.




A su adolescencia, no tenía ni tiempo ni ganas para aguantar chiquilladas. Por lo que no dejó que su hermano entrara en su habitación para comprobar que desde allí también podría abrirse la misma trampilla en su habitación. Aquello tenía que significar algo, esta vez iba en serio la existencia de un tesoro en un lugar inexplicable, pero ¿qué era?¿dónde estaba? ¿quién lo había escondido y para qué? Las preguntas comenzaban a rebotar pronto en la cabeza de Luc que no lograba ni concentrarse con el puzzle. Ahora, era más importante idear la manera de involucrar a Leire en aquello. Sin su ayuda sería imposible encontrar nada.

viernes, 11 de julio de 2008

Las excavaciones de la UJA en Egipto comienzan a dar los primeros resultados

El pasado uno de julio comenzaron las excavaciones de la Universidad de Jaén en la necrópolis faraónica de Qubbet el Hawa (Asuán, Egipto). La primera fase consiste en la excavación del patio de acceso a la tumba de un noble, lo que llevará al menos dos semanas. Durante estos primeros días, el equipo investigador dirigido por el profesor del Área de Historia Antigua de la institución universitaria jienense, el doctor Alejandro Jiménez Serrano, ha descubierto un depósito de cerámica de época medieval, un ostracón (un trozo de cerámica con texto) y una estela funeraria de época faraónica.
Las excavaciones se desarrollarán durante todo el mes de julio y en ellas participa un equipo multidisciplinar. Además, se ha podido acceder al interior de la tumba, donde se han realizado mediciones de la misma y se ha descubierto que la cámara funeraria se encuentra al final de un pozo de 10 metros de profundidad. Los investigadores aún no saben si el enterramiento está intacto.
Este proyecto de investigación de la Universidad de Jaén se ha podido llevar a cabo gracias a la financiación de la propia Universidad, la Asociación Española de Egiptología, Caja Rural de Jaén y la empresa Guillermo García Muñoz SL. Gracias a estos esfuerzos desinteresados, la Universidad de Jaén se une al selecto grupo de universidades y centros de investigación extranjeros (solo hay tres misiones españolas más en el país del Valle del Nilo).
Los objetivos de esta primera campaña se centran en la realización de un plano topográfico de la zona, la limpieza del acceso de la tumba, la creación de un acceso seguro para que en los próximos años se pueda documentar y estudiar la gran cantidad de objetos que hay en el interior y el estudio del estado de la tumba.
La tumba fue construida probablemente para un noble y su familia en el periodo del Reino Medio (1800 a.C.) y seguramente fue reutilizada posteriormente. Es una de las más grandes de la necrópolis.

sábado, 5 de julio de 2008

EntreLíneaS

El canto de las aves era el único despertador que había aún en aquella casa. Estaba claro que a mamá no le había dado tiempo a deshacer todos los paquetes el día anterior y que el día que amanecía requeriría un trabajo en conjunto de toda la familia para adecuar la vivienda a su gusto.




Luc intentó llamar varias veces a Marie, pero fue en vano. No recordaba que la casa tenía dos pisos y que lo más probable era que su nana estuviera abajo preparando los desayunos para la familia y colocando todos esos aparatos tan raros que Samuel, el nuevo empleado, había pedido. Él decía que todos eran necesarios para preparar sus platos, algo que Luc no comprendía porque siempre había muy buena comida y platos en su casa y ni mamá ni Marie habían necesitado nunca todos esos cacharros. En fin. Igual con ellos probaban sabores nuevos o quizás las comidas tradicionales de aquel lugar tenían que hacerse con esos cubiertos.




Unos golpes en la pared que le quedaba a los pies de la cama, la que dividía su habitación con la de Leire, hicieron que Luc se levantara de la cama, pese a lo a gusto que estaba entre las sábanas, y fuera a ver qué estaba pasando en el cuarto de su hermana.




Lo que se imaginaba. El rostro de Leire era sincero con sus sentimientos. En aquellos momentos en los que Luc sabía perfectamente lo que le sucedía a su hermana con tan sólo mirarle a la cara, recordaba las palabras que solía decirle el abuelo. La cara de la joven, pecosa y con sus ojos verdes, era como un loto abierto, desprendiendo toda su esencia, sus sentimientos. La mirada de Leire aún aguardaba las últimas lágrimas del disgusto desatado la noche anterior por la mudanza, pero bajo aquella tristeza se escondía una fuerte ira que Luc conocía muy bien. Cuando Leire se enfadaba, el frágil loto se convertía en una fiera capaz de atacar a todo el que osara calmarla.




Con la cama deshecha aún y con algunas cajas abiertas, la habitación de Leire ya había comenzado a transformarse. Luciendo su camisón blanco, casi transparente, con tirantes fruncidos con hilo dorado, Leire intentara clavar un enganche en la pared para sujetar las cortinas que daban a cualquier lugar ocupado por su hermana su toque personal. Por la ubicación de todos los objetos necesarios, Luc averiguó las intenciones de su hermana. Al igual que en su anterior dormitorio, el de su casa de siempre, Liere recrearía un idílico escenario inspirado en el antiguo Egipto.




Los cojines de mil colores que cubrirían la cama durante el día, ya estaban por el suelo; su cama estaría orientada al oeste, para coincidir con la puesta de sol, el lugar de la muerte según creían los antiguos hijos del Nilo, como llamaba Leire a los egipcios. A la derecha iría el tocador blanco y con decoración abstracta y muy cerca de una ventana para permitir que el sol acariciase su rostro cuando se sentara en la pequeña silla que acompañaba el mueble. Sobre él ya descansaba la caja que había servido de transporte para todos los frascos de fragancia también de colores, como los cojines y con aquella forma tan peculiar, tan oriental. Las cajas de madera de ébano que guardaban los secretos de Leire y el espejo de mano redondo en cuyo revés aparecía el ojo de Horus. Todos esos objetos tomarían la misma posición que ocupaban en su anterior vivienda, al igual que lo haría la pequeña mesa redonda y con grabaciones en estaño y marfil que luciría bajo las cortinas que Leire intentaba colgar.


Ante aquel desorden, Luc decidió bajar a desayunar. La cocina presentaba un aspecto ordenado y limpio. Samuel se había tomado su tiempo para dejarlo todo impecable y en su sitio, tanto que hasta daba apuro entrar en aquella cocina. Un sentimiento que pronto se esfumó de la cabeza del niño ante la presencia de los bollos que sobresalían de una cesta de mimbre sobre la barra de la cocina y con aquel olor a chocolate ácido que pedía a gritos una cucharada de azúcar.


Los desayunos era lo que más le gustaba a Luc. Le encantaba ver cómo el azúcar se fundía en el chocolate caliente, y después cómo la cuchara tenía que hacer un esfuerzo para abrirse un hueco entre el líquido espeso de la taza. Sin duda disfrutaba con ello. Estaba en mitad del ritual de su desayuno cuando sus padres irrumpieron en el hall con un griterío imposible. Lleno de curiosidad, Luc cogió un panecillo en una mano y en la otra su taza de chocolate y se fue a ver qué pasaba.


Un hombre con pinta de pobre hablaba en un idioma extraño. No se le entendía ni una palabra, pero sus gestos de brazos y cara tan exagerados daban a entender que lo que decía era importante, al menos para él. Papá lo despidió de la casa como él solía hacer, con su sonrisa y buena educación, invitándolo a salir más que expulsándolo. Él sí había entendido todo lo que aquel hombre había dicho, pero se negó a descifrarlo en cuanto notó la presencia de Luc.

¿Qué quería esconder su padre de las palabras que había dicho aquel hombre?


Leire también había aparecido en lo alto de la escalera, alterada por las voces. Papá hizo como si no pasaba nada, mamá sonrió quitándole importancia al tema y ascendió las escaleras hasta encontrarse con Leire. Era claro que el espectáculo había terminado y que de él no iba a saber nada más de lo que había presenciado, por lo que la mejor opción era olvidarse de ello por un momento y seguir disfrutando del desayuno.


Samuel no se había enterado de nada. Estaba canturreando alguna canción desconocida para Luc mientras entraba y salía por la puerta lateral de la cocina que daba a la calle para colocar los paquetes que había acercado a la casa el servicio a domicilio del supermercado. Papá ordenaba a un grupo de tres hombres jóvenes qué era lo que tenían que hacer en el jardín, mamá seguía colocando toda su ropa en el gran vestidor del dormitorio principal y Marie ayudaba a Leire a colgar las cortinas. Parecía que todos tenían asignada una tarea. Todos menos Luc. Entonces decidió encerrarse en su habitación y comenzar a colocar todas sus cosas, para convertirlo en su fuerte.


El ejército de los soldados de plomo iba tomando forma cuando un fuerte golpe de martillo procedente de la habitación de Leire hizo bailar el zócalo que estaba al lado de Luc. Lo que le faltaba. Un zócalo suelto en su nueva habitación. Ahora sí que tendría que aguantar intrusos en su fuerte para arreglar aquello.


Luc se tumbó en el suelo para alcanzar mejor aquel zócalo. Primero lo movió suavemente con la mano para asegurarse que realmente estaba suelto. Una vez confirmada la duda, lo movió con más fuerza hasta que saltó un poco hacia arriba un pequeño triángulo del parqué. Lo apartó y entonces la pieza del zócalo salió de forma limpia. Luc cogió su linterna y se agachó para ver qué había dentro. Era un pequeño hueco oscuro, como una cámara secreta y parecía estar vacía. Se decidió y metió la mano para examinar mejor, entonces los rozó.


Era un trozo de papel enroscado y atado con un cordel. Tenía toda la pinta de ser un pergamino. Le quitó la cuerda que los sujetaba en forma de cilindro y de él se desprendió una flor disecada. En su interior sólo había escrito un mensaje:

'Me despierta en la oscuridad el movimiento de los pájaros, un murmullo en los árboles, un aleteo. Es la mañana de mi nacimiento, el primero de muchos. En el templo rugen los leones y la tierra tiembla. Pero sólo es la mañana que vela sobre el hoy'

viernes, 4 de julio de 2008

Brillante Weblog 2008


La brisa que acaricia las aguas del Nilo ha premiado este blog con el premio Brillante Weblog 2008. Un premio que os pertenece a todos aquellos y aquellas que cada día dejáis vuestras palabras en este 'cuento sin final' para dar vida a relatos que crean sus propios castillos en el aire.
Ivi, mi admirable amiga por sus vivencias y valía, del blog Contigo Pan y Cebolla ha premiado este blog por permitirle participar en los cuentos.
Me toca a mi ahora elegir a siete bloggers más para acercarles este premio.
Blog de Asmahan, por mostrarme que los sueños se hacen realidad y por ser un modelo a seguir como bailarina y persona.
Planeta Fernando, porque sin conocernos físicamente compartimos muchas afinidades.
Baraka, por ser un ejemplo de constancia y por la sinceridad de sus textos.
Diario de un Feo, porque él es cada uno de nosotros y nosotros cada una de sus letras. Te sientes como un amigo leyendo sus textos.
Abejitas, por hacer da cada lunes un día divertido
Tareixa, por su fidelidad en mis cuentos
Blog de Sara, para que recuperes tu afición por los poemas y vuelvas a deleitarnos con tus letras.

lunes, 30 de junio de 2008

EntreLíneaS




Aquel pueblo parecía salir de un cuento de la Edad Media. El coche de la familia apenas pasaba entre las casas que enmarcaban las carreteras del centro urbano y muchas de ellas dejaban ver entre sus aberturas el paso de los siglos en sus cimientos. Luc miraba sorprendido a todos lados mientras su hermana, Leire, repetía una y otra vez su rechazo por la mudanza a un pueblo perdido en la campiña francesa y donde nada parecía haber evolucionado desde hacía unos siglos. Sus padres aguardaban callados, dejando pasear las quejas de su hija adolescente en el poco espacio libre que las maletas y paquetes embalados dejaban en el auto.

La familia atravesó todo el pueblo seguido de algunos de los camiones que ayudaban con la mudanza de las pertenencias personales que debían amueblar el nuevo hogar. Luc y Leire miraban atentos a su alrededor. Allí se extendía un escenario vacío de personajes a los que ambos hermanos se imaginaban vestidos con ropas del medievo y con un papel que representar como si en el escenario de un teatro se encontraran. Las últimas casas anunciaban el término de aquel pueblo, Dinan, o eso parecía puesto que a partir de ellas se abría la inmensa pradera que acariciaban las aguas del río, el mismo que atravesaba la ciudad.
Los dos hermanos respiraron. Puede que el paso por aquel pueblo sólo hubiese sido destino del itinerario elegido por su padre para meterles un susto en el cuerpo y no porque se tratase de su nuevo hogar. Pocos metros más allá del morro del coche se veían dos altas puertas de hierro que se cruzaban para cerrar un muro que rodeaba unos jardines, eran como los brazos de una persona reservada para mostrar sus secretos e intimidades. El coche de la familia se paró delante de la puerta de hierro de la que colgaba una cadena liberada por un enorme candado oxidado. Dentro, en los jardines, Marie y otros empleados del personal de la casa se acercaban para ayudar a descruzar las dos grandes puertas.
- Vamos a tener que pensar cómo hacer que se abran y cierren de manera automática.
Las palabras de su padre confirmaban lo que tanto Luc como Leire se temían. Aquellas enormes puertas de hierro eran los barrotes de su nueva vida.
Los jardines eran interminables. Con arbustos que en alguna época tuvieron que simular siluetas de animales, hoy lucían descuidados y salvajes. Las hierbas subían desde el suelo hasta la altura de los tobillos y se mezclaban con cascos de botellas rotas y otras basuras que la gente había ido tirando en el interior del recinto a su paso por aquella entrada. Ante ellos se alzaba una gran fuente coronada por una sirena en lo más alto y que obligaba tener que rodearla para llegar a la entrada principal de la vivienda. Era un caserón, un edificio como esos que aguardan historias de fantasmas y otros temores por los recuerdos que sus antiguos dueños habían dejado en ella.
Leire miraba la casa con cara de horror desde la ventanilla del coche. Se negaba a bajar y enfrentarse a aquella mansión que le transmitía de todo menos buenas vibraciones, como ella solía decir desde que salía con la chiflada esa de su amiga italiana, la hippie. Al verla, Marie la cogió del brazo y la guió hasta la entrada principal intentando calmar los temores que estaban creciendo en la cabeza de Leire.
Dentro el aspecto de la casa daba un giro de 180 grados. El hall era enorme y a sus pies ascendía una gran escalera que abría su boca para dar paso a un largo pasillo, donde se distribuían las habitaciones. La cúpula de cristal que se abría en el techo del hall permitía entrar toda la luz del día dando vida a una vivienda que parecía moribunda en el exterior. En el suelo se dibujaba una estrella muy rara, un dibujo que Luc nunca antes había visto pero era bonito y de muchos colores que destacaban del resto de baldosas blancas con algunas betas negras.
Luc, su madre y su hermana se quedaron justo ahí, encima de aquella estrella mirando a todos lados, presentándose a su nueva vivienda mientras el trajín de empleados de la empresa de mudanza subían y bajaban por la gran escalera con los muebles de su antigua vivienda y otros embalados, nuevos debían de ser. Por el lado izquierdo se oían ruidos de cubiertos y ollas golpeándose unas a otras, un sonido que indicaba dónde estaba la cocina, por la derecha el sumo silencio era testigo del desfile de empleados y compañeros de trabajo de mi padre con cajas de libros. Por aquel lado quedaría el despacho del Señor, como todos le llamaban aquel día.
A Luc aquello de Señor le hacía gracia. Su padre siempre solía reírse de las personas que si dirigían a él tan cortésmente y le molestaba que la gente lo tratase con tanta distancia y frialdad. Pero aquel día, estaba tan nervioso porque todo saliera bien y porque nosotros nos encontráramos agusto que ni siquiera escuchaba aquello de Señor.
Casi empujados por él, Luc, Leire y su madre subieron la gran escalera y se encontraron frente a un interminable pasillo custodiado por puertas con marcos muy originales. A Luc le parecía estar en el colegio de Howards y que de cualquier puerta saldría un mago como Harry Potter. Aquel joven aprendiz de magia era su personaje favorito de ficción y sus fantasías siempre contenían relatos cargados de varitas mágicas, duendes, palabras impronunciables para los adultos y demás seres pertenecientes a otro mundo. Aquellas puertas guardaban silenciosas los que a partir de aquel momento iban a ser sus cuartos.
Cada habitación contenía un cuarto de baño propio y eran los suficientemente amplias como para poder montar allí todo el ejército de soldaditos de plomo que Luc coleccionaba desde muy pequeño. Aunque la verdad, las habitaciones parecían crecer con cada armario, somier, mesa y silla que los de la mudanza metían allí. Por muchos muebles que dejasen en la habitación de Luc el espacio nunca iba a faltar. Además, el ambiente olía a hierba fresca, como los cabellos de Doroline, era símbolo que Marie se había encargado de dar las órdenes adecuadas en cuanto al producto de limpieza a utilizar por las limpiadoras. En su casa de París sólo contaban con una chica para limpiar, planchar y preparar la casa para las visitas y con Marie. Pero en su nueva vivienda, dado al tamaño, estaba claro que el número de empleadas y mayordomos crecería.
Como el entrar y salir de los empleados de la empresa de mudanzas no le dejaban imaginar dónde y cómo iba a colocar todas sus cosas en su nueva habitación, Luc decidió ir a conocer los dormitorios del resto de la familia. En el cuarto de al lado, los muebles de su hermana se amontonaban en la puerta cerrada. Luc abrió la puerta despacio, como con miedo con lo que podía encontrarse dentro. Pero allí sólo estaba su hermana, llorando sobre el colchón desnudo de su cama. La habitación era muy similar a la suya, excepto porque tenía armarios empotrados, por lo que el cuarto de Leire iba a ser más grande, algo que a él no le importaba porque con el suyo ya le valía para colocar todas sus cosas y tener aún así espacio donde jugar a gusto.
Estaba claro que a su hermana aquello de la mudanza le iba a afectar más que a Luc y aunque entre ellos nunca antes hubiese una relación muy estrecha, Luc sabía que le tocaba a él eso de devolverle la felicidad a Leire. Al fin y al cabo, a él ya no le disgustaba tanto haberse mudado viendo la casa tan misteriosa que había elegido su padre.