sábado, 5 de julio de 2008

EntreLíneaS

El canto de las aves era el único despertador que había aún en aquella casa. Estaba claro que a mamá no le había dado tiempo a deshacer todos los paquetes el día anterior y que el día que amanecía requeriría un trabajo en conjunto de toda la familia para adecuar la vivienda a su gusto.




Luc intentó llamar varias veces a Marie, pero fue en vano. No recordaba que la casa tenía dos pisos y que lo más probable era que su nana estuviera abajo preparando los desayunos para la familia y colocando todos esos aparatos tan raros que Samuel, el nuevo empleado, había pedido. Él decía que todos eran necesarios para preparar sus platos, algo que Luc no comprendía porque siempre había muy buena comida y platos en su casa y ni mamá ni Marie habían necesitado nunca todos esos cacharros. En fin. Igual con ellos probaban sabores nuevos o quizás las comidas tradicionales de aquel lugar tenían que hacerse con esos cubiertos.




Unos golpes en la pared que le quedaba a los pies de la cama, la que dividía su habitación con la de Leire, hicieron que Luc se levantara de la cama, pese a lo a gusto que estaba entre las sábanas, y fuera a ver qué estaba pasando en el cuarto de su hermana.




Lo que se imaginaba. El rostro de Leire era sincero con sus sentimientos. En aquellos momentos en los que Luc sabía perfectamente lo que le sucedía a su hermana con tan sólo mirarle a la cara, recordaba las palabras que solía decirle el abuelo. La cara de la joven, pecosa y con sus ojos verdes, era como un loto abierto, desprendiendo toda su esencia, sus sentimientos. La mirada de Leire aún aguardaba las últimas lágrimas del disgusto desatado la noche anterior por la mudanza, pero bajo aquella tristeza se escondía una fuerte ira que Luc conocía muy bien. Cuando Leire se enfadaba, el frágil loto se convertía en una fiera capaz de atacar a todo el que osara calmarla.




Con la cama deshecha aún y con algunas cajas abiertas, la habitación de Leire ya había comenzado a transformarse. Luciendo su camisón blanco, casi transparente, con tirantes fruncidos con hilo dorado, Leire intentara clavar un enganche en la pared para sujetar las cortinas que daban a cualquier lugar ocupado por su hermana su toque personal. Por la ubicación de todos los objetos necesarios, Luc averiguó las intenciones de su hermana. Al igual que en su anterior dormitorio, el de su casa de siempre, Liere recrearía un idílico escenario inspirado en el antiguo Egipto.




Los cojines de mil colores que cubrirían la cama durante el día, ya estaban por el suelo; su cama estaría orientada al oeste, para coincidir con la puesta de sol, el lugar de la muerte según creían los antiguos hijos del Nilo, como llamaba Leire a los egipcios. A la derecha iría el tocador blanco y con decoración abstracta y muy cerca de una ventana para permitir que el sol acariciase su rostro cuando se sentara en la pequeña silla que acompañaba el mueble. Sobre él ya descansaba la caja que había servido de transporte para todos los frascos de fragancia también de colores, como los cojines y con aquella forma tan peculiar, tan oriental. Las cajas de madera de ébano que guardaban los secretos de Leire y el espejo de mano redondo en cuyo revés aparecía el ojo de Horus. Todos esos objetos tomarían la misma posición que ocupaban en su anterior vivienda, al igual que lo haría la pequeña mesa redonda y con grabaciones en estaño y marfil que luciría bajo las cortinas que Leire intentaba colgar.


Ante aquel desorden, Luc decidió bajar a desayunar. La cocina presentaba un aspecto ordenado y limpio. Samuel se había tomado su tiempo para dejarlo todo impecable y en su sitio, tanto que hasta daba apuro entrar en aquella cocina. Un sentimiento que pronto se esfumó de la cabeza del niño ante la presencia de los bollos que sobresalían de una cesta de mimbre sobre la barra de la cocina y con aquel olor a chocolate ácido que pedía a gritos una cucharada de azúcar.


Los desayunos era lo que más le gustaba a Luc. Le encantaba ver cómo el azúcar se fundía en el chocolate caliente, y después cómo la cuchara tenía que hacer un esfuerzo para abrirse un hueco entre el líquido espeso de la taza. Sin duda disfrutaba con ello. Estaba en mitad del ritual de su desayuno cuando sus padres irrumpieron en el hall con un griterío imposible. Lleno de curiosidad, Luc cogió un panecillo en una mano y en la otra su taza de chocolate y se fue a ver qué pasaba.


Un hombre con pinta de pobre hablaba en un idioma extraño. No se le entendía ni una palabra, pero sus gestos de brazos y cara tan exagerados daban a entender que lo que decía era importante, al menos para él. Papá lo despidió de la casa como él solía hacer, con su sonrisa y buena educación, invitándolo a salir más que expulsándolo. Él sí había entendido todo lo que aquel hombre había dicho, pero se negó a descifrarlo en cuanto notó la presencia de Luc.

¿Qué quería esconder su padre de las palabras que había dicho aquel hombre?


Leire también había aparecido en lo alto de la escalera, alterada por las voces. Papá hizo como si no pasaba nada, mamá sonrió quitándole importancia al tema y ascendió las escaleras hasta encontrarse con Leire. Era claro que el espectáculo había terminado y que de él no iba a saber nada más de lo que había presenciado, por lo que la mejor opción era olvidarse de ello por un momento y seguir disfrutando del desayuno.


Samuel no se había enterado de nada. Estaba canturreando alguna canción desconocida para Luc mientras entraba y salía por la puerta lateral de la cocina que daba a la calle para colocar los paquetes que había acercado a la casa el servicio a domicilio del supermercado. Papá ordenaba a un grupo de tres hombres jóvenes qué era lo que tenían que hacer en el jardín, mamá seguía colocando toda su ropa en el gran vestidor del dormitorio principal y Marie ayudaba a Leire a colgar las cortinas. Parecía que todos tenían asignada una tarea. Todos menos Luc. Entonces decidió encerrarse en su habitación y comenzar a colocar todas sus cosas, para convertirlo en su fuerte.


El ejército de los soldados de plomo iba tomando forma cuando un fuerte golpe de martillo procedente de la habitación de Leire hizo bailar el zócalo que estaba al lado de Luc. Lo que le faltaba. Un zócalo suelto en su nueva habitación. Ahora sí que tendría que aguantar intrusos en su fuerte para arreglar aquello.


Luc se tumbó en el suelo para alcanzar mejor aquel zócalo. Primero lo movió suavemente con la mano para asegurarse que realmente estaba suelto. Una vez confirmada la duda, lo movió con más fuerza hasta que saltó un poco hacia arriba un pequeño triángulo del parqué. Lo apartó y entonces la pieza del zócalo salió de forma limpia. Luc cogió su linterna y se agachó para ver qué había dentro. Era un pequeño hueco oscuro, como una cámara secreta y parecía estar vacía. Se decidió y metió la mano para examinar mejor, entonces los rozó.


Era un trozo de papel enroscado y atado con un cordel. Tenía toda la pinta de ser un pergamino. Le quitó la cuerda que los sujetaba en forma de cilindro y de él se desprendió una flor disecada. En su interior sólo había escrito un mensaje:

'Me despierta en la oscuridad el movimiento de los pájaros, un murmullo en los árboles, un aleteo. Es la mañana de mi nacimiento, el primero de muchos. En el templo rugen los leones y la tierra tiembla. Pero sólo es la mañana que vela sobre el hoy'

1 Comment:

ARSINOE said...

¿Así que Leire nos ha salido egiptomaníaca, eh..? Ay, como la entiendo..
Ya me tienes otra vez enganchada con el mensaje del pergamino..je, je.