lunes, 30 de junio de 2008

EntreLíneaS




Aquel pueblo parecía salir de un cuento de la Edad Media. El coche de la familia apenas pasaba entre las casas que enmarcaban las carreteras del centro urbano y muchas de ellas dejaban ver entre sus aberturas el paso de los siglos en sus cimientos. Luc miraba sorprendido a todos lados mientras su hermana, Leire, repetía una y otra vez su rechazo por la mudanza a un pueblo perdido en la campiña francesa y donde nada parecía haber evolucionado desde hacía unos siglos. Sus padres aguardaban callados, dejando pasear las quejas de su hija adolescente en el poco espacio libre que las maletas y paquetes embalados dejaban en el auto.

La familia atravesó todo el pueblo seguido de algunos de los camiones que ayudaban con la mudanza de las pertenencias personales que debían amueblar el nuevo hogar. Luc y Leire miraban atentos a su alrededor. Allí se extendía un escenario vacío de personajes a los que ambos hermanos se imaginaban vestidos con ropas del medievo y con un papel que representar como si en el escenario de un teatro se encontraran. Las últimas casas anunciaban el término de aquel pueblo, Dinan, o eso parecía puesto que a partir de ellas se abría la inmensa pradera que acariciaban las aguas del río, el mismo que atravesaba la ciudad.
Los dos hermanos respiraron. Puede que el paso por aquel pueblo sólo hubiese sido destino del itinerario elegido por su padre para meterles un susto en el cuerpo y no porque se tratase de su nuevo hogar. Pocos metros más allá del morro del coche se veían dos altas puertas de hierro que se cruzaban para cerrar un muro que rodeaba unos jardines, eran como los brazos de una persona reservada para mostrar sus secretos e intimidades. El coche de la familia se paró delante de la puerta de hierro de la que colgaba una cadena liberada por un enorme candado oxidado. Dentro, en los jardines, Marie y otros empleados del personal de la casa se acercaban para ayudar a descruzar las dos grandes puertas.
- Vamos a tener que pensar cómo hacer que se abran y cierren de manera automática.
Las palabras de su padre confirmaban lo que tanto Luc como Leire se temían. Aquellas enormes puertas de hierro eran los barrotes de su nueva vida.
Los jardines eran interminables. Con arbustos que en alguna época tuvieron que simular siluetas de animales, hoy lucían descuidados y salvajes. Las hierbas subían desde el suelo hasta la altura de los tobillos y se mezclaban con cascos de botellas rotas y otras basuras que la gente había ido tirando en el interior del recinto a su paso por aquella entrada. Ante ellos se alzaba una gran fuente coronada por una sirena en lo más alto y que obligaba tener que rodearla para llegar a la entrada principal de la vivienda. Era un caserón, un edificio como esos que aguardan historias de fantasmas y otros temores por los recuerdos que sus antiguos dueños habían dejado en ella.
Leire miraba la casa con cara de horror desde la ventanilla del coche. Se negaba a bajar y enfrentarse a aquella mansión que le transmitía de todo menos buenas vibraciones, como ella solía decir desde que salía con la chiflada esa de su amiga italiana, la hippie. Al verla, Marie la cogió del brazo y la guió hasta la entrada principal intentando calmar los temores que estaban creciendo en la cabeza de Leire.
Dentro el aspecto de la casa daba un giro de 180 grados. El hall era enorme y a sus pies ascendía una gran escalera que abría su boca para dar paso a un largo pasillo, donde se distribuían las habitaciones. La cúpula de cristal que se abría en el techo del hall permitía entrar toda la luz del día dando vida a una vivienda que parecía moribunda en el exterior. En el suelo se dibujaba una estrella muy rara, un dibujo que Luc nunca antes había visto pero era bonito y de muchos colores que destacaban del resto de baldosas blancas con algunas betas negras.
Luc, su madre y su hermana se quedaron justo ahí, encima de aquella estrella mirando a todos lados, presentándose a su nueva vivienda mientras el trajín de empleados de la empresa de mudanza subían y bajaban por la gran escalera con los muebles de su antigua vivienda y otros embalados, nuevos debían de ser. Por el lado izquierdo se oían ruidos de cubiertos y ollas golpeándose unas a otras, un sonido que indicaba dónde estaba la cocina, por la derecha el sumo silencio era testigo del desfile de empleados y compañeros de trabajo de mi padre con cajas de libros. Por aquel lado quedaría el despacho del Señor, como todos le llamaban aquel día.
A Luc aquello de Señor le hacía gracia. Su padre siempre solía reírse de las personas que si dirigían a él tan cortésmente y le molestaba que la gente lo tratase con tanta distancia y frialdad. Pero aquel día, estaba tan nervioso porque todo saliera bien y porque nosotros nos encontráramos agusto que ni siquiera escuchaba aquello de Señor.
Casi empujados por él, Luc, Leire y su madre subieron la gran escalera y se encontraron frente a un interminable pasillo custodiado por puertas con marcos muy originales. A Luc le parecía estar en el colegio de Howards y que de cualquier puerta saldría un mago como Harry Potter. Aquel joven aprendiz de magia era su personaje favorito de ficción y sus fantasías siempre contenían relatos cargados de varitas mágicas, duendes, palabras impronunciables para los adultos y demás seres pertenecientes a otro mundo. Aquellas puertas guardaban silenciosas los que a partir de aquel momento iban a ser sus cuartos.
Cada habitación contenía un cuarto de baño propio y eran los suficientemente amplias como para poder montar allí todo el ejército de soldaditos de plomo que Luc coleccionaba desde muy pequeño. Aunque la verdad, las habitaciones parecían crecer con cada armario, somier, mesa y silla que los de la mudanza metían allí. Por muchos muebles que dejasen en la habitación de Luc el espacio nunca iba a faltar. Además, el ambiente olía a hierba fresca, como los cabellos de Doroline, era símbolo que Marie se había encargado de dar las órdenes adecuadas en cuanto al producto de limpieza a utilizar por las limpiadoras. En su casa de París sólo contaban con una chica para limpiar, planchar y preparar la casa para las visitas y con Marie. Pero en su nueva vivienda, dado al tamaño, estaba claro que el número de empleadas y mayordomos crecería.
Como el entrar y salir de los empleados de la empresa de mudanzas no le dejaban imaginar dónde y cómo iba a colocar todas sus cosas en su nueva habitación, Luc decidió ir a conocer los dormitorios del resto de la familia. En el cuarto de al lado, los muebles de su hermana se amontonaban en la puerta cerrada. Luc abrió la puerta despacio, como con miedo con lo que podía encontrarse dentro. Pero allí sólo estaba su hermana, llorando sobre el colchón desnudo de su cama. La habitación era muy similar a la suya, excepto porque tenía armarios empotrados, por lo que el cuarto de Leire iba a ser más grande, algo que a él no le importaba porque con el suyo ya le valía para colocar todas sus cosas y tener aún así espacio donde jugar a gusto.
Estaba claro que a su hermana aquello de la mudanza le iba a afectar más que a Luc y aunque entre ellos nunca antes hubiese una relación muy estrecha, Luc sabía que le tocaba a él eso de devolverle la felicidad a Leire. Al fin y al cabo, a él ya no le disgustaba tanto haberse mudado viendo la casa tan misteriosa que había elegido su padre.

3 Comments:

ARSINOE said...

Que maravilla de casa, ya me gustaría a mi algo asi..Me encantan los caserones antiguos llenos de ruidos misteriosos y fantasmas juguetones, je, je..

Ivana Diaz Otero said...

Tienes un premio en mi blog: http://breadandonion.blogspot.com :-D

Estefanía S.Redondo said...

Tareixa:
a mi me encantan de día porque de noche cualquier ruido me mete el miedo en el cuerpo jeje


Ivi, qué ilusión!!

Muchísimas gracias por el premio!! Gracias también siempre por tus palabras, y que conste que estoy muy orgullosa de que todos vosotros hayais participado en mi cuneto :-D no hubiese sido lo mismo sin vuestra participación.

somos un equipo ;-)

Mil besosss