domingo, 12 de octubre de 2008

Donde duermen los recuerdos

Me acuerdo perfectamente de cómo era aquella caja. Colocada siempre mirando al occidente, donde la ventana abría paso al murmullo del mar con el que se inundaba la habitación de Gloria. El reflejo del sol brillaba en el salpicado de nácares y marfiles que decoraban su tapa. Miles de colores y brillos se desprendían desde un fondo de ébano que mantenía viva la edad de las tallas en sus costados.


Los motivos florales que lucían parecían bailar con las líneas marcadas por la naturaleza en los trozos de madera; colocadas como si también ellas hubiesen sido producto de los antojos de la tierra. Sin duda era una caja especial tanto por el significado que Gloria le había dado como por su antigüedad. Recuerdo cómo Gloria soñaba cada vez que relataba la historia de aquella caja.


Su abuelo, un marinero amante de las leyendas y aventuras con las que los libros alimentaban sus largas horas de soledad en la mar, había iniciado una expedición en el interior de África financiada por el gobierno francés. Su excelente trayectoria surcando los mares había motivado aquella expedición en una tierra árida donde seguían saliendo tesoros de dinastías milenarias. Eran las tierras nubias, próximas a Egipto. Y allí, bajo un sol abrasador con los ojos tristes por bañarse de dunas de arena y sequía un palacio camuflado en las montañas abría su cámara de los tesoros para su abuelo. Desde el primer momento en el que vio la caja, el abuelo de Gloria se enamoró de ella y como agradecimiento por el trabajo realizado, el gobierno francés le obsequió con una gran cantidad de dinero que sirvió para mantener a la familia más de una década y con la pequeña caja de ébano. Los estudiosos de arte africano decían que el valor de aquel objeto era mínimo y tampoco le encontraban una utilidad relevante en el pasado como para etiquetarla junto con las otras reliquias encontradas. El destino había unido a un marinero con un tesoro del desierto.


De todo aquello hacía ya más de cien años, una edad a la que Gloria ya se acercaba. Sola en su casa, como siempre había estado, la caja de ébano le hacía más compañía que la camada de felinos que paseaban por los largos pasillos del piso de Gijón. Su vida había estado cargada de emocionante aventuras, como la de su abuelo, pero en ninguna de ellas había encontrado a la persona adecuada para compartir sus días y so no le importaba. Se sentía orgullosa de lo que había sido, de lo que era; de haber llegado hasta el fin de sus días tal y como había soñado, con muchos de sus deseos cumplidos y lo más importante, estaba orgullosa de haberlo conseguido sin haber nunca olvidado su pasado.
La caja de ébano que cada mañana se dejaba bañar por la brisa del mar y la luz del sol aguardaba en su interior todo lo que Gloria era. El olor tan especial que siempre había tenido le recordaba a los suyos, los motivos florales le llevaban hasta los rincones donde su destino la había llevado, la tapa de nácares y marfiles le ayudaban a recordar su villa marinera cuando se encontraba lejos de ella, ahora ya por motivos de salud que la obligaban a trasladarse por periodos al interior de su Asturias. Aquella caja que tan insignificante había resultado para los expertos en arte africano hacía años, era para ella toda su vida y sus experiencias. No importaba qué contenido se aguardaba entre las paredes de la caja, ni tampoco si estaba vacía porque nunca había sido así. Los recuerdos, aunque invisibles a la vista, habían cubierto el espacio de la caja, como lo hacen en la memoria humana. Aunque había veces que con su caja viajaba la nota que su abuelo le había escrito en su última salida a la mar, de la que nunca volvió. La caja, como su antecesor había dejado escrito, sería la alcoba de los recuerdos familiares, los que se cuentan a los extranjeros de la estirpe y los que quedan en las miradas de sus conocedores.
El amarillento trozo de papel guardaba las elegantes letras de su abuelo trazadas con la estilográfica que ahora descansaba en el despacho de Gloria. Aquello no sería como la caja de Pandora, ningún recuerdo se caería del interior de la caja y permanecería siempre ahí, pese a no saber qué sería de ella cuando Gloria faltase.
La brisa del mar entraba en la habitación y revoloteaba el ambiente. Fuera, se oían las risas de los niños que jugaban en el arenal de San Lorenzo y el murmullo de los paseantes del Muro. De la caja se desprendían brillos y luces de colores que despertaban otro recuerdo en la vieja memoria de Gloria. Sus juegos en la playa, el rugir de las olas bajo la voz de su abuelo contando historias de la mar, los dulces de su abuela para las meriendas y la caja presente, captando todo lo que ahora contenía. Ella sería la única que permanecería.

3 Comments:

Anónimo said...

Un placer siempre leerte. Ah, he visto que te vas a Egitpo. Has elegido muy buena época pues habrá menos turistas y el tiempo será agradable dentro del calor que hace. Disfruta mucho, te va a encantar. Aprovecha cada minuto allí. Un beso.

Ivana Diaz Otero said...

En la casa de mis abuelos queda una caja de madera tallada, sobre el escritorio de mi abuelo, que perteneció a su vez al padre o al abuelo de mi abuela... Una caja preciosa, de fina talla, bien rematada, forrada de terciopelo rojo, con una llave de forja en imposibles filigranas.
Desde niña me gustó aquella caja.
Pero la caja, como el resto de los recuerdos de mis abuelos, han caído en manos de alguien que, sin valorarlos ni apreciarlos en absoluto, los custodia como el dragón a la princesa de la torre y acabará deshaciéndose de todo ello cuando considere que ya no ejercen dolor emocional a quienes no podemos siquiera verlos...
Pero nadie podrá robarme los recuerdos, las vivencias... aunque nunca pueda tener la caja que soñé para conservarlos...

ARSINOE said...

Yo también tengo mi caja particular, que en este caso no es una caja, sinó un libro regalado por mi abuelo y que me evoca toda su bondad y dulcura..