martes, 1 de enero de 2008

EmigranteS: Ilusiones rotas

Todo iba demasiado bien para ser verdad. El haber encontrado al amigo de Pedro y a aquel marinero que les regalasen los pasajes para el tren, la poca gente que esperaba en la estación y el que la familia siguiese unida. Todo demasiado bueno, había sido muy fácil mantener aquel orden dentro del caos que rugía en las tripas de la ciudad.
Bajo los anuncios del trabajador del tren que avisaba a toque de campana la hora para subirse a la bala de acero, Pedro, Amaya y la pequeña Elisa se acercaron a uno de los vagones donde había menos gente. Pronto comenzaron los lloros, las discusiones y el alboroto de los que habían alcanzado primero la puerta de acceso al tren y tenían que retroceder.
- No es justo, yo he pagado mi billete como los demás.
- Nosotros también tenemos derecho a buscar una vida mejor para los nuestros.
Las quejas eran las mismas entre los que recibían la negativa para subirse al tren.
- ¿Qué pasa papá? - preguntó Elisa
Las miradas de Pedro y Amaya seguían a todas aquellas personas que lanzaban al viento sus quejas, mientras otros mostraban sus brillantes sonrisas al otro lado de las ventanillas del tren.
- Papá, ¿qué pasa?
- Deben estar haciendo una fuerte selección de pasajeros para este tren. -Contestó Pedro.
- Pero entonces nosotros...
Amaya volvía a mostrar la preocupación en su rostro, sus ojos brillaban por el nacer de las lágrimas de tan sólo pensar que también a ellos les prohibirían subirse al tren.
La explicación era clara. Se habían repartido más billetes que asientos en aquel tren en el que tenían preferencia las familias adineradas, aquellas que habían abonado grandes cantidades por sus pases; y también algunos hombres. Aquella era la separación de la familia, no podían subir todos al tren, sólo Pedro podría hacerlo y porque un joven vestido con un traje militar lleno de brillantes emblemas había dicho que Pedro tenía porte.
- ¿Qué es tener porte?¿Qué es lo que tienes, papá? - Elisa comenzaba a sentirse nerviosa entre tantos gritos, los lloros de su madre y las palabras de tranquilidad de su padre.
- Tener porte, pequeña, es que con un poco de suerte nosotros encontraremos trabajo para tu padre. Pero tu madre y tú no podéis hacer nuestros trabajos, tenéis que quedaros aquí.
Aquel joven había contestado a la pequeña mientras Pedro, abrazado a su mujer, intentaba tranquilizarla. Todo iría bien. Esas eran las únicas palabras que se le ocurrían a Pedro, las únicas que él mismo quería creer por muy difícil que pareciera la situación. Amaya continuaba llorando bajo la mirada espectante de su hija que aún sujetaba aquel pájaro de papel que su padre le había regalado.
- Elisa, tienes que cuidar de tu madre. Sabes que ella siempre piensa que todo va a salir mal, pero tú y yo sabemos que eso no siempre es así. Ahora yo tengo que irme para buscar trabajo y enviaros todo el dinero que pueda, hasta que podamos volver a estar juntos. Os escribiré siempre que pueda, y tú debes hacer lo mismo. Escríbeme con todo lo que pase en casa e inventa historias bonitas para hacer sonreír a tu madre, como yo te he enseñado.
- Pero papá, ¿cómo vamos a volver si ya no tenemos casa?
Dirigiéndose a Amaya, Pedro indicó de manera escueta todo lo que deberían hacer para volver a tener la titularidad de la casa sin tener problemas; en cuanto a todos los bultos y maletas que tenían en la estación, un trabajador de la línea ferroviaria se las acercaría en casa cuando el tren hubiese partido.
-Es el fin, no sabes a dónde vas ni qué te espera en el otro lado del viaje.
- No, Amaya, esto es tan sólo el principio. Casi que es mejor así. Tu aquí tienes a toda la familia que os ayudarán a salir adelante mientras yo busco la mejor solución para nosotros, allá donde me lleve este tren. Volveremos a estar juntos de nuevo antes de que te des cuenta.
Las palabras de Pedro se alejaban al tiempo que uno de los trabajadores del tren lo apuraba para entrar al vagón.
No hubo despedida con un pañuelo al viento, sólo un silbido que marcaba la partida y el humo que a dejaba su huella en la ciudad que ahora se bañaba en las lágrimas de los que habían quedado.
Solas, Amaya y Elisa retomaron el camino de regreso a casa, un camino gris, triste y silencioso marcado aún por los compases del baile de los dragones. En aquel regreso a casa ya no volvía una niña pequeña como la que había cruzado aquellas mismas calles hacía unas horas, volvía una niña fuerte y mentalizada en que su infancia tenía que dar un tremendo paso para colaborar con la familia en salir adelante. La aventura continuaba en casa.

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