martes, 15 de enero de 2008

De todo y de nada

Por fin había llegado a casa. Había decidido cambiar de vida y lo había conseguido. En la tranquilidad que siempre reinaba en su apartamento de soltero aún se respiraba, sin embargo, los amargos momentos por los que había atravesado hacía apenas un año.
La llegada a casa era el momento que más le gustaba del día. Ver cómo se encendían las luces del recibidor cuando abría la puerta, dejar su pesada maleta y a su trabajo con ella de cara con el felpudo, pero con la puerta por en medio, dejar los zapatos en su sitio habitual y sentir el calor que se desprendía del suelo según caminaba hacia el sofá. Sentarse en el espacioso Natuzzi de piel blanca era como acariciar la máxima comodidad después de un día agotador.
Desde aquella perspectiva se sentía como todo un señor del alto imperio. Veía casi todo el apartamento, a una llamada de teléfono bajaba las persianas, a otra llamada bajaba la intensidad de la luz y a otra el brazo móvil de su mueble-bar le acercaba una copa de su licor preferido mientras con otro mando daba voz al equipo de música.
Así sí estaba bien. Ya no había leyes, discusiones ni problemas con clientes que le levantaran dolor de cabeza, todos los ingredientes que entraban por su propia cuenta en la coctelera de la que salía su día a día. Sentado en aquel sofá, con su copa en la mano y relajado por alguna sintonía de Beethoven o Haydn ni siquiera recordaba la apelación al señor Robson, ni el divorcio de los McGraw. Estaba cansado de tantas luchas con clientes, con otros colegas de buffets rivales e incluso con sus propios vecinos de despacho. Era entonces cuando recordaba sus años en la universidad donde creía comerse el mundo y ser perfecto, que equivocado estaba entonces. No hay perfección, de eso estaba seguro, y mucho menos cuando se trataba de su vecina, la señora Rows.
Como cada día y a la misma hora, la señora Rows tocaba a su puerta. Aquella anciana cuya compañía eran los retratos de sus dos hijos y sus cinco nietos se preocupaba tanto de él que incluso parecía su propia madre. Lo malo de aquel mimo, era que desde hacía unos meses la señora Rows no sólo se había permitido el lujo de prepararle algún postre que sabía que le gustaba, algo de cena o ayudarle con algún quehacer doméstico que aún se le atravesaba. Había pasado de ser una señora encantadora, a ser una vecina entrañable, casi alguien de la familia cuando entraba hasta la cocina, se sentaba en la silla que hacía esquina con la ventana y comenzaba a contar el día del edificio.
Los novios de la hija de la vecina del quinto, la música del vecino del tercero que según ella parecía tocar chatarra, cuando lo que en realidad intentaba practicar la caja. La compra de la del primero y todos sus despilfarros económicos que, según la señora Rows, hacía para despreocuparse del divorcio de su marido, un loco químico que sólo pensaba en las fórmulas, y no concretamente las que necesitaba su mujer. Aquella anciana se pasaba todo el día mirando por la mirilla de su puerta o asomada a la ventana, o lo peor de todo, intercambiando versiones de la vida del edificio con el portero. No eran conversaciones importantes, sino chismorreos que hablaban desde problemas económicos en una familia media hasta la última ley aprobada por el gobierno y que a ella no le hacía ningún bien ni ningún mal, pero así todo la debatía. La señora Rows era lo más parecido que tenía a una familia en aquella ciudad y tan lejos de la familia de sangre.
Aunque la señora Rows siempre interrumpía su momento idílico, él agradecía su visita diaria y su coqueta conversación. Conversación, sí, porque aquello presentaba todos los elementos que deben tener las conversaciones de verdad, las que hablas de lo que quieres y como quieres y en las que no tienes que respetar códigos o jergas, reglas o turnos. Eran el intercambio de ideas a la mera fórmula personal de cada uno, mostrándose tan sinceros como los niños, y sabía que era así porque aquella vieja vecina espera aquel momento como el que espera el mejor regalo. Era una muestra de cariño y sinceridad en la que ninguno de los dos se jugaba nada. Era una conversación como las de antes, como las que recordaba de su abuela en el barrio del pueblo con las demás vecinas donde todas hablaban de todo, y no hablaban de nada. Todo lo contrario a su trabajo, y eso le encantaba.

2 Comments:

Anónimo said...

Tienes alma de escritora. Me gustan tus relatos. Guardarlos. Y sigue practicando.

un beso.

Persio said...

Un señor del alto imperio. Me gusta esa expresión :)

Saludos