lunes, 28 de enero de 2008

Regalo para una reina




La mañana se levantaba suave. La tenue luz del sol que abrasaba la arena y las vías centrales de Tebas, bañaba el dormitorio real con la reverencia de un subordinado. A los pies de la cama escondida tras blancas cortinas de fino lino, un vestido se deslizaba serpenteando el borde de la alcoba. Tras las finas cortinas de lino la silueta de Hatshepsut se desperezaba .


El matinal ritual del baño, el masaje con ungüentos y perfumes estaba preparado en la sala anexa al principal dormitorio. La peluquera real se abrió paso entre las demás sirvientas que esperaban a la reina-faraón para darle la bienvenida a un nuevo día como a un dios, como lo que realmente representaba como faraón y descendiente de Amón.


Rodeada de aromas capaces de embriagar al más hediondo de los animales, Hatshepsut pensaba en las palabras que Senenmut, ministro de su máxima confianza, le había recitado la noche anterior. Algo maravilloso vería aquella mañana en la orilla oeste de la ciudad. Allí se levantaba la principal obra ordenada por la soberana, un templo dedicado a Amón, su padre divino, y a Tutmosis I, su padre terrenal. Como todo faraón, Hatshepsut había ordenado levantar diversos templos que asegurasen una morada para los dioses por todo el Alto y Bajo Egipto, pero ninguno se parecería a Dayr al-Bahari.


Tras el aseo rutinario, la sesión de peluquería y también la de maquillaje, la reina atravesaba su corte seguida por sus damas que cuidaban el largo y casi transparente vestido que Hatshepsut había elegido para aquel día. En medio del patio central de palacio, Senenmut aguardaba a la reina con la que muchos comentaban que el ministro tenía una relación más íntima que profesional. La verdad era que la reina había posado el cuidado y protección de su única hija, Neferure, en aquel ministro que gozaba de múltiples privilegios permitidos por la soberana. Aquella mañana, ser el acompañante oficial de Hatshepsut era uno de aquellos favoritismos por el ministro.


Coartados por las compostura que debían tomar ante el pueblo, Senenmut y Hatshepsut tan sólo se cruzaban miradas que se colaban en el descanso de algún vigía de la figura real. Al fin y al cabo, el destino estaba cerca y una vez dentro del templo, serían libres para dar libertad a sus sentimientos. Los olores de flores y arbustos de todas las especies, y el romper del agua sobre alguna dura superficie indicaban que ya estaba cerca de su destino, el paraíso construido para albergar el ka de la reina-faraón se encontraba a tan sólo unos metros de ellos.


Dicen que los ojos de Hatshepsut brillaron como el sol cuando vieron la maravilla que su ministro había dirigido para ella. En la estéril tierra que ahora se extiende frente al templo de Dayr al-Bahari, una amplia avenida de árboles daba paso a la entrada principal del santuario. A su paso y a una de los lados, el gran estanque del templo albergaba barcas que desprendían el dulce olor del incienso, las mismas barcas que se utilizarían después para los rituales guiados por la reina bajo su papel de faraón. Ella había sido la que había dibujado el relieve de aquel templo, pero no podía imaginarse el paraíso terrenal que su ministro había diseñado para ella.


Inmersa en una atmósfera celestial, la pareja atravesó el jardín y accedió al interior del templo donde Hatshepsut se pudo ver representada en las paredes como máxime heredera del trono del Alto y Bajo Egipto. Allí estaba, junto con el joven Tutmosis III, adorando a sus antepasados, su abuelo Tutmosis I y su padre Tutmosis II, y también a su madre, la reina Amosis. Senenmet, como maestro de obras había cuidado todos los detalles del linaje de su reina a la que en la terraza superior había mandado representar como Osiris, atravesando el umbral de la muerte y convirtiéndose en sol. Aquel templo recogía todos los episodios de gran relevancia que se habían sucedido en la vida de la reina egipcia.


Enamorada de aquella morada, Hatshepsut decidió pasar aquel día en su templo, en su paraíso y acompañada únicamente por un pequeño séquito que garantizara todos los placeres necesarios, y por su ministro Senenmet. Aquel regalo merecía una gran recompensa antes de que los rituales convirtieran aquel escenario en algo sagrado y de obligatorio respeto.


Dayr al-Bahari es conocido como el templo sagrado de los sagrados, el espléndido de los espléndidos, un lugar donde la vida, la importancia y el papel que representó una reina-faraón que estuvo por años condenada al olvido por ser mujer. Sin embargo, aquel templo fue tan importante para la sociedad del Antiguo Egipto, que muchos fueron los enfermos que residieron en el interior del templo para buscar su cura y la paz que supo dirigir en Egipto Hatshepsut, la reina-faraón.

lunes, 21 de enero de 2008

Tormentas

Costaba llega a cualquier sitio. Después de un otoño y primeros meses del invierno rozando a la aridez, el cielo abría sus brazos para dejar caer todo aquello que le cargaba. Lo hacía con un manto grisáceo que asustaba con sólo mirarlo. Después de las súplicas de tantos agricultores, por fin llegaba el agua, pero esta vez lo hacía de manera escandalosa.
Por la calle, los paraguas de los más valientes viandantes o de aquellos que no les quedaba otra que salir, agitaban sus varillas sin seguir ningún compás o sintonía, excepto aquellos retumbos que bajaban desde lo más alto como anunciadores que de algo malo iba a suceder.
- Parece que el cielo se va a caer abajo - comentaba una señora ya mayor que asomaba tímidamente su aguda nariz por una pequeña ranura de su corredor.
Frente a ella, el rostro de una madre preocupada miraba con angustia todas las esquinas de las calles que fluían por su ventana. El agua corría por ellas como si fueran ríos 'salvajes', decían dos viejos amigos que no podían sentarse como cada día en el banco del parque del barrio. Agarrados a su bastón y guardando el equilibrio para no ser víctimas del fuerte viento, los dos amigos veían el temporal desde el portal de la esquina, la misma que había que doblar para llegar al tutti de Maribel.
La dulce Maribel. Con su dulce voz, sus grandes ojos y aquellas manos tan bien cuidadas, tenía a todos los jóvenes del barrio encandilados, a los jóvenes y a sus padres, tíos y abuelos. Sin embargo, aquel fino rostro que todos los vecinos asimilaban con un hermoso día de primavera, disfrutaba con las tormentas. Desde la gran cristalera que sustituía a la pared frontal del tutti, Maribel gozaba con cada relámpago dibujado en el cielo, con cada paraguas que veía volando y perseguido por su dueño que, empeñado en domar a aquel trasto, lo seguía casi corriendo mientras se mojaba de arriba abajo. Desde aquel ventanal podía disfrutar de lo que más le gustaba del invierno, aunque siempre en los días de tormenta echara de menos un chocolate caliente entre las manos. Un chocolate o un tazón con algo caliente para devolver la vida a las manos que mostraban un aspecto casi azulado con el frío. Cómo le gustaría poder tener un local menos frío y estar tan a gusto como se estaba en la cafetería del otro lado de la calle, la de Marcelo.
Allí trabaja Angustias, que como su nombre bien indicaba, era ella en sí una angustia. Todo le molestaba, por todo se quejaba, aunque siempre le sacaba brillo a las circunstancias para reírse de algo. Como no iba a ser menos, Angustias siempre se quejaba cuando llovía, aunque le diera igual porque ella no podía a la calle para atender la cafetería. Pero ella decía que con aquellos días la gente no tenía ni humor para salir a tomar un buen chocolate, aunque eran los días como aquel los que la cafetería se llenaba, e incluso a veces había que hacer cola y correr a por una mesa cuando ésta quedaba libre. En el fondo odiaba las tormentas porque las temía. Ir a tomar un café allí con una gran tormenta era de risa. Angustias desenchufaba todos los aparatos eléctricos para evitar 'accidentes tormentosos' como decía ella. Colgaba más toallas en el baño para desenchufar el secador, apagaba la tele y también la máquina registradora así que las cuentas en días de tormenta se hacían al estilo antiguo, con papel, boli y los dedos, a la cuenta de la abuela. El tono jovial lo ponían los coches cuando pasaban por delante de la cafetería y pulverizaban el agua acumulada en la carretera bañando a algún infeliz peatón. Más de uno entraba después del baño a la cafetería para tomar algo caliente y de paso intentar secar el chaparrón.
Y desde una de las terrazas de los pisos de enfrente, una aguda nariz se separaba del cristal al sonido de una loca cafetera que silbaba y bailaba en la chapa de la cocina. A aquella señora de la nariz aguda, también le gustaba observar el barrio desde su terraza los días de tormenta, pero con algo caliente en las manos.

martes, 15 de enero de 2008

De todo y de nada

Por fin había llegado a casa. Había decidido cambiar de vida y lo había conseguido. En la tranquilidad que siempre reinaba en su apartamento de soltero aún se respiraba, sin embargo, los amargos momentos por los que había atravesado hacía apenas un año.
La llegada a casa era el momento que más le gustaba del día. Ver cómo se encendían las luces del recibidor cuando abría la puerta, dejar su pesada maleta y a su trabajo con ella de cara con el felpudo, pero con la puerta por en medio, dejar los zapatos en su sitio habitual y sentir el calor que se desprendía del suelo según caminaba hacia el sofá. Sentarse en el espacioso Natuzzi de piel blanca era como acariciar la máxima comodidad después de un día agotador.
Desde aquella perspectiva se sentía como todo un señor del alto imperio. Veía casi todo el apartamento, a una llamada de teléfono bajaba las persianas, a otra llamada bajaba la intensidad de la luz y a otra el brazo móvil de su mueble-bar le acercaba una copa de su licor preferido mientras con otro mando daba voz al equipo de música.
Así sí estaba bien. Ya no había leyes, discusiones ni problemas con clientes que le levantaran dolor de cabeza, todos los ingredientes que entraban por su propia cuenta en la coctelera de la que salía su día a día. Sentado en aquel sofá, con su copa en la mano y relajado por alguna sintonía de Beethoven o Haydn ni siquiera recordaba la apelación al señor Robson, ni el divorcio de los McGraw. Estaba cansado de tantas luchas con clientes, con otros colegas de buffets rivales e incluso con sus propios vecinos de despacho. Era entonces cuando recordaba sus años en la universidad donde creía comerse el mundo y ser perfecto, que equivocado estaba entonces. No hay perfección, de eso estaba seguro, y mucho menos cuando se trataba de su vecina, la señora Rows.
Como cada día y a la misma hora, la señora Rows tocaba a su puerta. Aquella anciana cuya compañía eran los retratos de sus dos hijos y sus cinco nietos se preocupaba tanto de él que incluso parecía su propia madre. Lo malo de aquel mimo, era que desde hacía unos meses la señora Rows no sólo se había permitido el lujo de prepararle algún postre que sabía que le gustaba, algo de cena o ayudarle con algún quehacer doméstico que aún se le atravesaba. Había pasado de ser una señora encantadora, a ser una vecina entrañable, casi alguien de la familia cuando entraba hasta la cocina, se sentaba en la silla que hacía esquina con la ventana y comenzaba a contar el día del edificio.
Los novios de la hija de la vecina del quinto, la música del vecino del tercero que según ella parecía tocar chatarra, cuando lo que en realidad intentaba practicar la caja. La compra de la del primero y todos sus despilfarros económicos que, según la señora Rows, hacía para despreocuparse del divorcio de su marido, un loco químico que sólo pensaba en las fórmulas, y no concretamente las que necesitaba su mujer. Aquella anciana se pasaba todo el día mirando por la mirilla de su puerta o asomada a la ventana, o lo peor de todo, intercambiando versiones de la vida del edificio con el portero. No eran conversaciones importantes, sino chismorreos que hablaban desde problemas económicos en una familia media hasta la última ley aprobada por el gobierno y que a ella no le hacía ningún bien ni ningún mal, pero así todo la debatía. La señora Rows era lo más parecido que tenía a una familia en aquella ciudad y tan lejos de la familia de sangre.
Aunque la señora Rows siempre interrumpía su momento idílico, él agradecía su visita diaria y su coqueta conversación. Conversación, sí, porque aquello presentaba todos los elementos que deben tener las conversaciones de verdad, las que hablas de lo que quieres y como quieres y en las que no tienes que respetar códigos o jergas, reglas o turnos. Eran el intercambio de ideas a la mera fórmula personal de cada uno, mostrándose tan sinceros como los niños, y sabía que era así porque aquella vieja vecina espera aquel momento como el que espera el mejor regalo. Era una muestra de cariño y sinceridad en la que ninguno de los dos se jugaba nada. Era una conversación como las de antes, como las que recordaba de su abuela en el barrio del pueblo con las demás vecinas donde todas hablaban de todo, y no hablaban de nada. Todo lo contrario a su trabajo, y eso le encantaba.

jueves, 10 de enero de 2008

En la estación de Oxford

Desde aquella odiaba las estaciones de tren. El ajetreo de la gente, los silbatos sonando a uno y otro lado, el lío de vagones y los fallos en las pantallas de información de salidas y llegadas. Lo detestaba. Todo. Mirara a donde mirara veía su cara reflejada. La de ella y la de Isabel, porque todo le recordaba a ella.
Nunca olvidaría aquellas largas charlas acompañadas de cafés ahumando entre sus manos en las frías tardes de invierno, cuando sentadas en una de las cafeterías de la estación de Oxford dejaban escapar sus escandalosas risas por cualquier tonta ingenuidad o comentario. El romántico aspecto de aquella estación inglesa le prohibía olvidarse de todo aquello, y eso mismo era lo que más le gustaba de Inglaterra, aquel país que le había robado lo que más apreciaba en su vida.
Nunca se perdonaría lo que permitió que sucediera con Isabel. Aquella morena de carácter alegre, tan dispuesta siempre a ayudar los demás aunque se tratara de desconocidos, con aquella sonrisa que encandila a todos los ingleses por ser tan diferente a las chicas de allí; a las de allí y a las demás morenas españolas, italianas, francesas y latinoamericanas. La morena que dejaba a su paso un rastro de olor a coco. Ella era diferente a todas y en todo; por eso, quizás, el destino también se encaprichó con ella y se la llevó.
Se fue sin despedirse, sin decir nada a nadie y ahora, casi tres años después de todo aquello nadie sabía nada de su paradero. Sin embargo, había dejado su huella en cada uno de los rincones de aquella estación que tantas confidencias había albergado. El gran reloj que sonaba a las horas en punto, el mismo que ella miraba cuando tenía que esperar por Isabel porque siempre le pasaba algo para llegar tarde a las citas. El pitido de un tren entrando en el andén. Parece mentira, pero aquel sonido aún la obligaba a mirar con atención a todas las personas que entraban en la estación desde el andén buscando una cara conocida, pero la de Isabel nunca más la vio. El tren, el que siempre cogía, el de las 7 y cuarto, con sus rayas azules y amarillas y su interventor de bigote, del que Isabel siempre se reía e imitaba.
Siempre cogía el mismo, para no llegar tarde a cenar en la casa de la familia que la acogía aquel curso. Tampoco ellos sabían nada de su paradero, pero la recordaban cada tarde cuando en vez de té tomaban un chocolate bien caliente, como los que le gustaban tanto a ella.
El calor del café que sujetaba en su mano la despertó entre tantos recuerdos, y entre los anuncios de las llegadas y partidas de los trenes veía caras conocidas, caras a las que ambas les habían puesto nombre, un puesto de trabajo y un carácter según sus rasgos, según sus gestos; pero al fin y al cabo todas personas desconocidas. Y entre todas ellas.....Allí, camino a los andenes el rostro más parecido a una careta que había visto en su vida. Era él, sin duda alguna. Cualquiera diría que bajo ese aspecto de niño inglés adinerado y con cara 'angelical' iba a ser tan absorbente, tan envidioso y tan dañino.
Todavía se acordaba del día en el que notó el cambio en el rostro de Isabel. Aquella tarde en la estación de Oxford su morena cara no lucía el brillo de siempre, algo había cambiado y desde entonces algo cambiaría mucho más. Problemas con gente desconocida por llevar emblemas diferentes, secretos demasiado oscuros como para contar en la cafetería de una estación de tren, marcas de algún que otro golpe oculto bajo una capa de maquillaje y conversaciones que giraban en torno a otros temas ya no tan entretenidos como los de antaño. No le gustaba echarle la culpa a nadie sin tener motivos, pero cuando Isabel comenzó con aquel chico estalló el alejamiento entre ambas amigas.
Sabía que él no se la había robado porque él seguía allí, en su Oxford natal, pero algo tenía que ver con la desaparición de Isabel. No tenía que haberla dejado enamorarse de él, no tenía que haber iniciado aquel juego que comenzó como un reto para después acabar guardándole sus secretos, los de él y los de sus amigos, y acabar ella teniendo muchos más que ocultar. Jugó con fuego y se quemó, y las chispas alcanzaron a todos los que estaban a su alrededor. Pero aquella no era la Isabel que había quedado en el recuerdo, aquella ya no gustaba tanto como la de comienzo de curso con la que compartía charlas en las cafeterías y viajes en los trenes.
Aquella tarde tomó su café habitual en la misma mesa de siempre, la de delante del gran reloj que cantaba las horas en punto, miró a todos los que pasaban poniéndoles etiquetas de identidad como de costumbre y a las 7 y cuarto tomó el tren. A su lado ya no había ninguna morena de carácter jovial y bella sonrisa; no había nadie con olor a coco ni nadie que liberara las carcajadas de su risa. A su lado ahora siempre viajaba una nueva amiga fría y distante que cada vez aborrecía más. Aquella nueva amiga se llamaba Soledad.

domingo, 6 de enero de 2008

De mis queridos Reyes Magos

Había perdido la inocencia hacía ya algunos años del conocimiento de la verdadera identidad de los Reyes Magos, pero la ilusión de aquellos días previos a la mágica noche nunca se había ido del todo. El sentimiento era diferente, manteniendo, eso sí, los nervios en el centro de su estómago donde parecía retorcerse una gran serpiente, de esas que lleva el traje de Gaspar como rey egipcio.
El ajetreo en las calles y las tiendas de los días antes de la noche de Reyes, la lista de los regalos a comprar para los más allegados o para los más queridos que se dejan regalar, disfrutar viendo a los niños en la cabalgata con sus ojos bien abiertos y señalando a las engalonadas carrozas, a los elegantes caballos y a los intrépidos trapecistas.
Una noche mágica para niños y no tan niños. Sin duda aquel año había sido un año mágico, un año en el que se habían cumplido muchas de sus propuestas y sus objetivos, y en el que al parecer no había sido del todo mala porque los Reyes habían dejado en casa muchos de los regalos que quería. Ya no estaban los nervios de ver a los Reyes en las calles de su pueblo, ni los planes con sus primos para levantarse a media noche a abrir los regalos e ir despertando al resto de la familia, ni tampoco había ya esos juegos con los que uno de su tío siempre les sorprendía a la mañana siguiente para que cada uno buscase sus regalos, escondidos en los lugares más impensables de la casa. No había juegos ni nervios, pero se mantenía la ilusión.
No había faltado nada, ni siquiera el tradicional frasco de colonia, los pañuelos de su abuelo y alguna que otra 'alaja'. Y digo alaja porque las verdaderas joyas habían sido otras, unas joyas sin piedras preciosas, pero era lo que había pedido. Libros y otros documentos de Egipto, su música favorita, un bolígrafo con un grabado especial, cachibaches de última tecnología y bombones para saciar esa 'golosonería' que siempre la acompaña. Todo lo material que había pedido, pero ahora quedan que se cumplan ese otro tipo de deseos que no se compran en ningún gran almacén; deseos que tienen que cumplir unos reyes no tan magos ni mágicos y que tienen que lograr en un terreno de juego.
Los reyes de este año han sido mágicos, más que magos. Todo el año ha sido mágico, pero con un sólo fallo, un único deseo pendiente de cumplir que, si se consigue, lo recibiré y celebraré en junio. Y no, !no se me ha olvidado! Otro de mis grandes deseos y de los que se ha hecho esperar mucho se cumplirá en octubre (o eso espero), ¿sabéis cual? ese que viene con aires de oriente, de misterio, de aromas, de danza y de historia.
Feliz noche de post-Reyes!

martes, 1 de enero de 2008

EmigranteS: Ilusiones rotas

Todo iba demasiado bien para ser verdad. El haber encontrado al amigo de Pedro y a aquel marinero que les regalasen los pasajes para el tren, la poca gente que esperaba en la estación y el que la familia siguiese unida. Todo demasiado bueno, había sido muy fácil mantener aquel orden dentro del caos que rugía en las tripas de la ciudad.
Bajo los anuncios del trabajador del tren que avisaba a toque de campana la hora para subirse a la bala de acero, Pedro, Amaya y la pequeña Elisa se acercaron a uno de los vagones donde había menos gente. Pronto comenzaron los lloros, las discusiones y el alboroto de los que habían alcanzado primero la puerta de acceso al tren y tenían que retroceder.
- No es justo, yo he pagado mi billete como los demás.
- Nosotros también tenemos derecho a buscar una vida mejor para los nuestros.
Las quejas eran las mismas entre los que recibían la negativa para subirse al tren.
- ¿Qué pasa papá? - preguntó Elisa
Las miradas de Pedro y Amaya seguían a todas aquellas personas que lanzaban al viento sus quejas, mientras otros mostraban sus brillantes sonrisas al otro lado de las ventanillas del tren.
- Papá, ¿qué pasa?
- Deben estar haciendo una fuerte selección de pasajeros para este tren. -Contestó Pedro.
- Pero entonces nosotros...
Amaya volvía a mostrar la preocupación en su rostro, sus ojos brillaban por el nacer de las lágrimas de tan sólo pensar que también a ellos les prohibirían subirse al tren.
La explicación era clara. Se habían repartido más billetes que asientos en aquel tren en el que tenían preferencia las familias adineradas, aquellas que habían abonado grandes cantidades por sus pases; y también algunos hombres. Aquella era la separación de la familia, no podían subir todos al tren, sólo Pedro podría hacerlo y porque un joven vestido con un traje militar lleno de brillantes emblemas había dicho que Pedro tenía porte.
- ¿Qué es tener porte?¿Qué es lo que tienes, papá? - Elisa comenzaba a sentirse nerviosa entre tantos gritos, los lloros de su madre y las palabras de tranquilidad de su padre.
- Tener porte, pequeña, es que con un poco de suerte nosotros encontraremos trabajo para tu padre. Pero tu madre y tú no podéis hacer nuestros trabajos, tenéis que quedaros aquí.
Aquel joven había contestado a la pequeña mientras Pedro, abrazado a su mujer, intentaba tranquilizarla. Todo iría bien. Esas eran las únicas palabras que se le ocurrían a Pedro, las únicas que él mismo quería creer por muy difícil que pareciera la situación. Amaya continuaba llorando bajo la mirada espectante de su hija que aún sujetaba aquel pájaro de papel que su padre le había regalado.
- Elisa, tienes que cuidar de tu madre. Sabes que ella siempre piensa que todo va a salir mal, pero tú y yo sabemos que eso no siempre es así. Ahora yo tengo que irme para buscar trabajo y enviaros todo el dinero que pueda, hasta que podamos volver a estar juntos. Os escribiré siempre que pueda, y tú debes hacer lo mismo. Escríbeme con todo lo que pase en casa e inventa historias bonitas para hacer sonreír a tu madre, como yo te he enseñado.
- Pero papá, ¿cómo vamos a volver si ya no tenemos casa?
Dirigiéndose a Amaya, Pedro indicó de manera escueta todo lo que deberían hacer para volver a tener la titularidad de la casa sin tener problemas; en cuanto a todos los bultos y maletas que tenían en la estación, un trabajador de la línea ferroviaria se las acercaría en casa cuando el tren hubiese partido.
-Es el fin, no sabes a dónde vas ni qué te espera en el otro lado del viaje.
- No, Amaya, esto es tan sólo el principio. Casi que es mejor así. Tu aquí tienes a toda la familia que os ayudarán a salir adelante mientras yo busco la mejor solución para nosotros, allá donde me lleve este tren. Volveremos a estar juntos de nuevo antes de que te des cuenta.
Las palabras de Pedro se alejaban al tiempo que uno de los trabajadores del tren lo apuraba para entrar al vagón.
No hubo despedida con un pañuelo al viento, sólo un silbido que marcaba la partida y el humo que a dejaba su huella en la ciudad que ahora se bañaba en las lágrimas de los que habían quedado.
Solas, Amaya y Elisa retomaron el camino de regreso a casa, un camino gris, triste y silencioso marcado aún por los compases del baile de los dragones. En aquel regreso a casa ya no volvía una niña pequeña como la que había cruzado aquellas mismas calles hacía unas horas, volvía una niña fuerte y mentalizada en que su infancia tenía que dar un tremendo paso para colaborar con la familia en salir adelante. La aventura continuaba en casa.