domingo, 9 de marzo de 2008

Revolución sobre ruedas

Ya lucía el sol. Los primeros rayos, madrugadores como el canto del gallo que ya andaba por la huerta de la casa, anunciaban un nuevo día. Adormilada, Amelina recordaba todo lo que tenía que hacer aquel día, un miércoles más que si no fuera por algo extraordinario que pasara en el pueblo sería igual que los anteriores. Se dió media vuelta, dejando que la suave luz del sol acariciara su cara. Eran los buenos días que más le gustaba recibir. De fondo, se oían los ruidos del chocar cubiertos y otros utensilios de hojalata que marcaban el fin de los sueños y la bienvenida al mundo real. Se presentaba un día duro, como cada miércoles. Bajar al mercao a comprar la leche fresca, subir a casa y volver a la plaza para vender los huevos, la fruta y los demás alimentos que padre recogía de la huerta.


- Amelina, ¿vas levantate hoy, né? Ya ye tarde y no vas llegar a tiempu pa coxer la leche de la Galega


Madre siempre tenía alguna excusa para que Amelina se levantara de la cama. Si tomar nada de desayuno, se aseó y vistió, cogió las dos lecheras y se puso camino a la plaza. El sol empezaba a calentar, por lo que diagnosticaba que iba a ser un día de mucho calor, el peor tiempo para estar en la plaza vendiendo, aunque desde que madre confeccionó el nuevo toldo y acompañada por un cartón que le servía de abanico se pasaban los malos ratos del mediodía.


En la huerta estaba padre, recogiendo algunas de las hortalizas para bajarlas después al mercao. Sin levantar apenas la vista, iba depositando cada lechuga, tomate, patata y pimiento en una cesta de mimbre que llevaba al hombro. A sus pies, ya repleta, esperaba a ser atendida otra cesta llena de manzanas y alguna fresa tan madrugadora como Amelia, que con los primeros rayos del sol ya lucía un fuerte y brillante rojo. Al otro lado ya del camino, donde quedaba la casa que cada vez estaba más lejos, los gritos de madre crecían apoyados por una leve brisa que no iría a más.


- Amelina! Díces-y a la Galega que te de nata pa facer alguna llambioná.


Alrededor de la Galega se conglomeraban casi todos los vecinos. Sin duda era la que más ganancia tenía en el mercao por su leche, la más cremosa de todas y por ello la más solicitada por los vecinos.


- Mírala. ¿Qué-y os dará a les vaques pa que-y den esa leche? - decían las demás lecheras que bajaban cada día a la plaza a vender la leche.


La leche de la Galega era cada miércoles el tema de conversación de la plaza del pueblo. Tenía razón madre, Amelina bajaba tarde aquel día y tendría problemas para llegar a la Galega. Por suerte, el estirón del verano pasado la hacía sobresalir por encima de las demás mujeres del pueblo y la Galega la podía ver bien al final de la multitud.


- Llegues tarde hoy, Amelina - le dijo la mujer

- Perdone, Galega. Ye que me dormí. ¿Nun tendrá preparao lo mío por ahí?

- Sí, téngolo aquí. Pásame les lecheres que te les voy llenando - volvió a responder la Galega

- Díxome madre que me echaras nata también.


La Galega asentó con la cabeza mientras cogía las dos lecheras de Amelina por encima de las cabezas de los demás clientes. Entre la joven y la Galega había un trato de mercado: Amelina no tendría que esperar cola para comprar la leche si cada miércoles le preparaba a la Galega una cesta con las mejores hortalizas, y así hacían.


Tirando como podía con las dos lecheras, Amelina llegó a su casa, tomó un vaso de aquella leche recién cogida y lo acompañó de uno de los frixuelos que su madre estaba preparando para que también bajara al mercao. Su padre, ya la esperaba afuera, sobre el carro donde bajaban las cestas con las frutas y hortalizas y el toldo para no pasar calor. En una bandeja muy bien preparada, Amelina llevaba los frixuelos.
- Dexa de comer frixuelos. Nun te vayas a fartucar y depués nun puedas trabayar ensin afogate - le decía padre con su constante tono de voz, siempre con el mismo tono, ni gritaba ni suavizaba la voz en los momentos dulces. Padre era un hombre muy reservado y no dejaba ver a simple vista sus sentimientos y pensamientos.
Iba a ser un buen día de mercado, se notaba en el número de vecinos de las aldeas próximas al pueblo que ya llenaban las calles. La fotografía de la plaza era la misma. Carros llenos de cajas con las mercancías para vender aquel día desfilaban por la calle principal, la que más cuidada estaba, pese a no dejar de estar empedrada. Las voces de las vendedoras listas para empezar a entonar sus ofertas y engalanar con gran arte las cualidades de sus productos. El viejo burro de don Servasio atado al poste que se alzaba al lado del Ayuntamiento, siempre atento a cualquier ruido extraño que rugiera a su alrededor. Era un animal muy viejo y casi ciego. Don Servasio tuvo muchas peleas y enfrentamientos con familiares y amigos que hacía tiempo quisieron matar al burro, inútil ya por su ceguera. Pero aquel animal era la compañía más fiel que don Servasio había tenido nunca y defendería su vida por encima de la suya propia. Aquel viejo burro atado al poste del Ayuntamiento ya era un habitual los miércoles en el mercado. Y frente a él, en la plaza que se abría frente al consistorio, todas las vendedoras de frutas y hortalizas se apretaban para hacer un hueco donde poner sus cajas llenas de exuberantes productos cosechados en las huertas del concejo. Al fondo de la plaza, el sitio del puesto de Amelina esperaba a ser ocupado. Padre bajó del carro, motó el toldo y a la sombra de éste colocó las cestas. Ayudó a la joven a colocar todo bien y después se volvió a ir en el carro.
La mañana empezaba bien. Las ventas iban como nunca, tanto que Amelina tenía miedo tener que dejar antes la plaza al quedarse sin mercancía que vender. Entre ofertas que se lanzaban al aire, risas de los paseantes, conversaciones de todo tipo y los ruidos de los cascos de caballo chocando contra las piedras de la calle principal salió un ruido que produjo el silencio en el mercado. Era como el sonar de una nariz de payaso al apretarla con fuerza, pero mucho más potent, pero nadie sabía de dónde procedía aquel ruido.
El viejo burro de don Servando comenzó a revolverse en el reducido espacio que le permitía la cuerda que lo ataba al poste. Algo raro oía y no era aquel sonar de nariz de payaso. Pronto, se vió aparecer por la esquina de la calle un carro con ruedas y capote moderno. Era un carro como los que había en las ciudades, auto lo llamaban, y en él el alcalde lucía una amplia sonrisa mientras saludaba a todo el que se paraba a mirar aquel carro que caminaba sin burros o caballos. El alcalde paró el auto en frente de la puerta del Ayuntamiento, dejó a un chaval de confianza al cuidado de su nuevo vehículo y entró al consistorio. Vecinos y comerciantes se acercaban cada vez un poco más pero con miedo a aquel auto en el que había llegado el alcalde.
- ¿Pero esto ye como lo que tienen los ricos, no? - decía una señora mirando boquiabierta el coche
- ¿Los ricos? ¿Y como ya entonces que lu tien el señor alcalde? - contestaba otra
- Porque al final toos los que entren ahí fácense con les perres de toos nosotros, ¿non ves, boba? - afirmaba la vendedora del toldo más próximo al Ayuntamiento y por ello siempre pendiente de lo que pasaba dentro de aquel edificio.
- ¿Pero esto como ye que camina? ¿Por onde lu emburrien para que camine?
- Por mucho que digan estos aparatos no son tan rápidos como el mi caballo.
Las opiniones y comentarios surgían de todos lados. La noticia del auto del alcalde pronto se extendió por toda el mercado y vendedoras de todas las calles se acercaban a ver el coche.
- A ver si agora van llegar trastos de estos al pueblu y non vamos poder baxar con los caballos los demás porque ocúpenlo todo - decía un hombre
- A mi que me dexen baxar con el mio burrín y atalu ahí, onde tá. Prubín. Míralu que asustau está - contestaba don Servando
- Estos autos van traenos problemas al pueblu. Non podemos dexar que entren más. Hay que dir al Gobiernu pa que prohíban entrar estos cacharros al pueblu. -decía otro vecino
Mientras, con el remago típico del pueblo, una joven le decía a su novio:
- Uno de estos tenemos que compralu pa cuando nos casemos, porque, digo yo, que cuando tengamos rapacinos tendremos que llevalos en un carro onde no pillen frío.
Y el novio, aguantando el chaparrón de manotazos que su prometida le daba en el hombro mientras hablaba, afirmaba con la cabeza sin decir palabra.
Con la admiración que provocaba aquel coche Amelina y sus vecinas de plaza agotaron todos sus productos en cuestión de horas. Se hizo la mejor caja del año y lo mejor de todo, Amelina pudo ver el coche de cerca y dar una vuelta por el mercado antes de que llegara su padre. Cuando él llegó el alcalde ya se había ido en su auto, pero las conversaciones seguían girando en torno a aquel vehículo que pronto se convertiría en un elemento más del mercado de los miércoles.



2 Comments:

ARSINOE said...

¡¡Ay el progreso, el progreso..!!..que daño a hecho a nuestras más encantadoras tradiciones, pero como les ha facilitado la vida a los esforzados mercaderes modernos..Hoy Amelia seguro que transporta sus mercancías en una moderna Seat Trans, y tendrá un coqueto stand en alguna feria gastronómica con denominación de origen...je, je.

Anónimo said...

el progreso siempre ha tenido su lado negativo: la pérdida de bonitas costumbres. Es el viejo dilema entre tradición y progreso. Un besos