martes, 4 de diciembre de 2007

EmigranteS: la bala de hierro

Elisa miraba al cielo. Apenas se veían dragones ya y una gran nube oscura cubría el cielo. La ciudad parecía más triste y desolada así, bajo ese manto de la naturaleza, una tristeza que había conseguido apagar la luz de su rostro de niña. Ahora ya no tenía miedo por los dragones, ahora ya no sabía muy bien qué sentía pero era algo que no la dejaba reír o cantar, ni siquiera hablar.

La gente se agrupaba en las tres entradas del puerto y se empujaban dando gritos e insultándose los unos a los otros. Una madre llamaba a su hija que la había perdido entre la multitud. La gente se había vuelto loca, tanto que Elisa percató la discusión que al otro lado del puerto tenía un marinero con un pasajero. Parecían que se conocían porque el señor llamaba por su nombre al marinero:
- Martín no nos podéis hacer esto. !Esto es un escándalo! Hasta vosotros os reís de nuestra situación.
- No te pongas así... - sin dejarle terminar de hablar, aquel pasajero contestaba alzando cada vez más la voz
- !Qué no me ponga así! ¿Y cómo quieres que me ponga? ¿Cómo te pondrías tu si no tuvieras apenas un pedazo de pan que llevarte a la boca ni dinero para mantener tan limpio ese traje que llevas con tanto orgullo? ¿Cómo te sentirías su tuvieras un niño pequeño enfermo por la falta de una alimentación? Prometéis un paraíso a la mano de todos y ahora nos dais con la puerta en las narices.

Martín contestaba más bajo y con la mirada fijada en el suelo.
- Sé lo mal que lo estáis pasando. A mi hermana también se le murió el bebé, pero yo no puedo hacer nada por vosotros. Excepto.....
- ¿Excepto qué? -preguntó aquel pasajero alterado
- Puedo hacerte una marca en tu pasaje para el barco, como las que les tenemos que hacer a los familiares de las buenas familias, a los ricos. Con esa marca podrás viajar en el próximo tren que salga del país, en la Estación del Norte, no está muy lejos de aquí.

La gente cada vez empujaba más y los gritos también parecían crecer, y por mucho que mirara aquellos dos hombres, Elisa perdía la audición.
- Es imposible llegar a una puerta Pedro. - Amaya mostraba de nuevo la desilusión en su cara.
- Hay que intentarlo. Hija empuja tu también, tenemos que llegar a alguna puerta.
- No, papá. Es mejor ir a hablar con Martín.
- ¿Qué dices Elisa? ¿Quién es Martín?
- Aquel marinero. Está haciendo un truco en el billete de ese señor para ir en tren en vez de en barco. Vamos a hablar con él.

Pedro se estiró para ver entre la multitud. Allí estaba Luis, su amigo de infancia, hablando con un marinero que le entregaba un billete.
- Puede ser verdad lo que dice Elisa. - Pensó Pedro para sus adentros.
- !Vamos! Aquí no vamos a conseguir nada. Vamos a ver a Luis. - Pedro tiraba de su mujer y su hija para el lado opuesto al que iba la multitud.
-!Luis! !Luis! - Pedro gritaba a su amigo, aunque esperaba que lo reconociera después de tantos años sin verse.

Al girarse, Luis vio a una familia que venía corriendo hacia él. Se quedó mirando fijamente para ver quién eran, o quizás para descifrar lo que le decían y se mezclaba con el barullo de la gente que se agolpaba en las puertas del puerto.

-!Pedro! !Cuánto tiempo! ¿Cómo te va todo?
- Hola Luis. Supongo que tan mal como a todos. Esta es mi mujer Amaya y mi hija Elisa, ella te oyó hablar con un marinero sobre un pasaje de tren. Hemos comprado con el poco dinero que nos quedaban tres pasajes para este barco, pero ya ves como está todo.
- Lo mismo me pasó a mi. No te preocupes, conseguiremos tres pases para el tren para vosotros. Ven. - Luis tiraba del brazo de Pedro mientras se dirigía de nuevo al marinero.
- Martín. Tengo que pedirte un último favor. Tienes que hacer la misma marca a mi amigo y su familia. Es lo último que te pido. Mira, tienen una niña pequeña, y es muy guapa! - decía Luis acariciando el rostro de Elisa.
- Luis, sabes que no puedo hacer estas cosas. Si me pillan se acabó mi carrera, mi trabajo y mi vida.
-¿Vas hacerme recordarte quién te ayudó a llegar hasta tu puesto?
- No me gusta que me echen los favores de un amigo a la cara.
- El amigo era tu padre y éste que está a mi lado también era muy amigo de tu padre, de Jorge. Jugábamos todos juntos al fútbol en la carretera. Bueno, o por lo menos le pegábamos patadas a una pelota hecha de las tripas de cerdo que tu abuelo mataba. Sólo son tren marcas y salvas tres vidas. ¿No es así como pensáis los marines? Salvar la vida de los tuyos, de los que ayudaron a labrar tu futuro. - Luis había cambiado su tono de voz. Ahora sonaba como el de Pedro cuando se enfadaba. o como el del abuelo cuando se ponía a hablar de política.
- Está bien, Luis; pero son las últimas que te marco. Entiende que es un riesgo para mi si se enteran mis superiores. Ese tren es para la gente de bien.
- ¿Es que también para vivir tienen ellos más preferencias? ¿Cuánto cuesta mi vida, Martín? ¿Cuánto cuesta la tuya y quien les coloca el precio?
- Ya está Luis. No me riñas más. - decía Martín mientras marcaba los pases de toda la familia - Ahora tenéis que ir a la Estación del Norte. Buen viaje y mucha suerte.
-Gracias muchacho. Tu padre estaría orgulloso de ti. - le decía Pedro mientras recogía sus billetes.
- Gracias a usted, señor - contestó el marinero

La familia había comenzado a caminar hacia la Estación del Norte, no sin antes despedirse de Luis, a quién verían en el viaje. La estación estaba muy cerca del puerto. La familia parecía caminar a contra corriente porque todo el mundo iba al puerto, menos ellos y unos cuantos señores muy bien vestidos, con niños cargados de muñecas o en sus bicicletas resplandecientes y con unas señoras que a ojos de Elisa parecían que estaban disfrazadas de enfermeras.
- Mamá, ¿por qué todas esas chicas van disfrazadas si no es Carnaval?

La pregunta hizo sonreír a Pedro y Amaya.
- No es un disfraz, es su ropa de trabajo. Son nanas, no enfermeras. Ellas son las encargadas de cuidar a los niños que sus padres.....bueno, no tienen tiempo para cuidarlos ellos.
- Yo prefiero que me cuides tu a tener una nana, aunque venga a cuidarme disfrazada sin ser Carnaval.

La estación del tren no tenía casi gente. Matrimonios con su equipaje, pasajeros solitarios, familias con sus nanas cuidando los bultos para subir al tren, y humo, muchísimo humo. El tren llegaba soplando grandes y negras nubes de humo que oscurecían aún más la ciudad.
- Papá, no me gusta este cacharro. Es muy feo, escupe humo y hace mucho ruido. Además, ¿por qué suelta humo? ¿Quiere parecerse a un dragón? Pues lo hace muy mal.
- Elisa, no te quejes tanto. Este cacharro se llama tren y estás cansada de oírlo y de verlo.
- No tan de cerca - A Elisa se le habían estropeado los planes de tener aventuras con piratas y sirenas en su barco y el tren no le aportaba muchos enemigos ni una apasionante aventura.
- Pues entonces mira que afortunada eres, que vas a poder subir y todo. Vas a conocer cómo es un tren por dentro, algo que tus primos no conocen. - decía Amaya, pero la cara de la niña no mostraba ningún rasgo de felicidad.

Pedro no podía soportar ver a su hija triste. Se agachó frente a ella, la tomo con dulzura por los hombros e inventó una nueva historia que sirviera de base para volver a alimentar la aventura en la mente de su hija:
- Los trenes también tienen su encanto, ¿sabes? Y sus historias, leyendas y enemigos.
- ¿Qué enemigos? - preguntó la niña.
- Bueno, no son enemigos del todo, pero a los indios les pasaba lo mismo que a ti.- Pedro había decidido meter el sentimiento del oeste que tanto le apasionaba a él y que tan bien conocía
- ¿El qué?- volvió a preguntar Elisa.
- Como no conocían muy bien qué era ese cacharro que tu llamas, y que atravesaba sus colinas, lo amenazaban con sus hachas y sus gritos de guerra mientras galopaban en sus caballos al lado del tren. ¿Y sabes que era lo que más les sorprendía a ellos del tren? - A Pedro le gustaba hacer preguntas en sus historias porque le daban tiempo a pensar bien cómo seguirlas y hacía que Elisa se interesase más por lo que le decía.
- No, ¿el qué?
- Que el tren era más rápido que sus caballos, a quienes ellos creían los animales más veloces de la tierra.
- Y lo son.- Afirmó Elisa.
- Pero el tren es más rápido y también nos da libertad. Como si fuéramos pájaros. Por cierto, - dijo Pedro antes de dejar a su hija que le rebatiese sus palabras. -¿Te acuerdas del pájaro de papel?
- Sí, claro que me acuerdo. Está metido en algún hueco de las maletas.
- ¿Estás segura de ello?
- Mamá lo metió en una maleta antes de salir de casa.
- Entonces, si tu pájaro de papel está en las maletas, ¿qué es lo que revolotea dentro de mi sombrero?- Pedro pronunciaba estas frases mientras levantaba su sombrero y dejaba asomar una pajarita de papel.
- !Otro pájaro de papel!- exclamó la pequeña
- Los pájaros que de verdad sueñan con la libertad no se pueden enjaular, Elisa, porque ellos sabrán cual es la salida de su jaula. Ese tren nos acercará primero a nuestro nuevo hogar porque es más rápido que el barco, es veloz como las balas de los vaqueros, y el humo que echan sus chimeneas son como alas, como las alas de este pájaro de papel. Pero las del tren no se mueven para hacerle andar, no, esas se quedan en el cielo como un rastro, un recuerdo del paso del tren por cada pueblo y ciudad. ¿Sabes?lo que hace mucha gente cuando sube al tren, es agitar por la ventanilla un pañuelo para que éste baile con el aire y así despedirse de la gente que se queda en la estación. Podemos hacerlo cuando estemos dentro y vayamos a partir. Y ya veras como cuando coja velocidad, parece que volamos. Como él, como este pájaro de papel. - decía Pedro mientras retocaba la figura de papel y se la entregaba a su hija.

De fondo, un señor con un gran bigote canoso y muy bien vestido tocaba con fuerza una campana que mantenía en su mano y a la vez gritaba:
- !Pasajeros al tren!

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