viernes, 21 de diciembre de 2007

Oscuridad al final del túnel


Jamás había tenido que forzar la vista para leer un cartel, ni siquiera había necesitado poner gafas cuando todos los de su quinta empezaban a perder vista y los dos cristales se pusieron de moda entre su grupo de amigos. Aquel día no le dio importancia. El sol chocaba en su rostro y seguro era el culpable de tener que juntar los párpados para leer el cartel que sujetaba la farola del fondo del paseo, la que le quedaba a unos diez pasos.


Se apoyó en la barandilla del paseo, mirando al mar como siempre le gustaba hacer cuando llegaba a aquella altura y su nieta bajaba hasta la arena para hacer algún dibujo o figura en 3D, como ella decía. En el horizonte sólo se veía el mar, pacífico, azul como el cielo que lo cubría; era un hermoso día de primavera. Sumergido en aquella paz sintió un apretón en su mano, de la que su nieta le tiraba ya arriba en el paseo a su lado mientras le señalaba al horizonte, a un barco, o eso era lo que ella decía que había, un barco rojo.


- Que imaginación tiene - pensó él mientras seguía contemplando el mar sin ver nada, y mucho menos un barco rojo.


Rojo, como el color del semáforo que él veía morado cuando su hija le llevaba a algún lado.


- ¿Han cambiado el color de los semáforos? ¿Por qué razón? - se atrevió a preguntar un día.

- ¿Qué si han cambiado los colores de los semáforos? !Me estás tomando el pelo! - le había contestado su hija entre risas.


Fue en ese momento cuando comenzó a darse cuenta del barco rojo que no veía o de aquel cartel de la farola del paseo. No era que no estuvieran allí, era que él estaba perdiendo la vista. Al fin y al cabo, algún día la edad iba a vencer; pero así todo no se atrevía a decírselo a nadie. !Cómo iba a hacer eso él, que siempre había presumido de tener una vista de lince!


No lo decía a nadie, pero el sol ya no brillaba como antes. Cada día era más oscuro, y eso que se acercaban al verano, pero los colores no brillaban, las letras de los carteles se convertían en líneas descifrables y a cinco metros no distinguía quién se le acercaba. Se estaba metiendo en un túnel donde se apagaban todas las luces, un túnel sin luz al final porque todo se estaba convirtiendo en sombra. Un mundo en gris, un mundo triste y una situación que pedía a gritos ayuda para no caer en un pozo- también negro - y sin fondo. Entonces decidió ir al oftalmólogo, él sólo y sin avisar a nadie.


Jamás había pensado en aquel resultado. Él, un hombre previsor que se imaginaba todo tipo de circunstancias posibles en la vida para buscarles la mejor solución antes de que se planteasen. Cómo era posible que un experto buscador de retales para agujeros no tuviese ni un sólo trozo de tela para paliar su problema. El informe era claro y sin posibilidad de malentendidos:


'El paciente sufre principios de retinosis pigmentaria, una enfermedad degenerativa de la vista'


¿Y ahora qué? ¿Qué hacer ante una enfermedad sin cura? ¿Qué hacer en un túnel cuando ya te encuentras sólo en su interior y sin la posibilidad de dar la vuelta? El mundo se le caía encima y no sabía muy bien qué hacer, aunque tuviera todos los días a los suyos apoyándole y ayudándole en todo lo que podían para que no se sintiera diferente a hacía un año, o apenas unos meses.


El túnel fue duro y cada día más oscuro, con piedras en las que tropezar y dificultades que superar tanto física como psíquicamente. La vara que le servía de guía para abrirse camino se había convertido en su mejor compañera en cuestión de meses y cada día se daba cuenta de una habilidad nueva que tenía y no conocía, o no utilizaba. Desde que sólo veía sombras, había aprendido a saber quién estaba o pasaba a su lado sólo por la fragancia que dejaba a su paso, siempre que fuera alguien conocido. Su sentido de la orientación y su memoria para saber dónde estaba cada silla, cada mueble y cada esquina de su casa y de su calle eran cada vez mejores; tanto que ya no necesitaba a nadie que le acompañara para ir de su casa al parque, al banco o al chigre donde sus amigos se seguían reuniendo como antaño para echar una partida.


Su tacto también parecía haberse desarrollado; tanto que incluso él se sorprendía de que aquellas manos tan maltradadas durante tantos años de trabajo pudieran identificar diferentes texturas. Era como aquel juego que de pequeño jugaba con sus hermanos cuando vendaban los ojos a uno de ellos y le acercaban las cosas que su madre tenía por la casa para adivinar de qué se trataba. Un juego. Así veía ahora su situación, después de cuatro años de tener que haber forzado la vista para leer un cartel o no ver el barco rojo surcando las olas de su mar. Ahora ya no lo podía ver, pero según el rugir de las olas sabía de qué humor estaba el mar y de qué color era en manto que las olas acercaban a la orilla.


Y con todo ello, había aprendido a ser más prudente con sus comentarios, a no presumir y a conocer un mundo ajeno para él. Después de cuatro años se dio cuenta que aquellas sombras que ahora veía cada vez con más dificultad habían aparecido para mostrarle que era antes, cuando veía todos los colores y formas, cuando sufría la ceguera que le obstruía el olfato, el oído y el tacto. Cada día veía menos, pero cada día que pasaba aprendía algo nuevo de todo lo que le había rodeado tantos años silenciosamente, sin hacerse notar, y que tan importante era para el día a día.


Curioso - pensaba - que todas las cosas realmente importantes son las que tienes todos los días delante y no ves ni reconoces con la mirada; aquellas que te acompañan durante todo tu camino sin hablar ni dejarse notar, pero aquellas que pase lo que pase las necesitarás y serán las únicas que no te abandonarán. ¿Pasará lo mismo con las personas?

1 Comment:

FERNANDO SANCHEZ POSTIGO said...

me gusta tu blog. Te añado a los links del mío. Un beso.