domingo, 28 de octubre de 2007

Emigrantes: La partida

No lo había podido evitar. Aquella cama siempre tan arropada con las sábanas blancas de algodón y sobre ellas el pesado nórdico que vencía al frío en las largas noches de invierno, cuando los fantasmas de la noche no la dejaban dormir la habían tentado a volver a acostarse. Tanta frialdad notaba en el ambiente, en aquella habitación vacía de muñecas, dibujos y pájaros de papel que la pequeña Elisa decidió volver a la cama para poder despertar de nuevo en la vida normal. Inmersa en la aventura que iban a comenzar ese día los pensamientos la sumergieron en un mundo aún más imaginario, el de sus sueños.
Barcos que surcaban los mares donde los piratas de las historias que cada noche Pedro le contaba para que se durmiera; príncipes que salvaban a princesas encerradas en la torre de un castillo y seres que aunque no los había visto nunca, ella sabía que existían. Seguro que en el viaje que iban a comenzar encontraría algún duende. Y justo cuando la aventura se ponía más emocionante, la dulce voz de Amaya despertó a la pequeña que apenas unas horas antes dotaba de alegría la casa ya vacía. Con dificultad se levantó de la cama por segunda vez aquella mañana y fue de nuevo a la cocina. Allí estaban todas las cosas empacadas y sobre la mesa estaba el gran tazón de loza blanca donde su madre le echaba la leche del desayuno cada día.
Amaya y Pedro recorrían todas las habitaciones de la casa y seguían reuniendo paquetes y más bultos a la cocina. Pero a Elisa le llamó la atención la gran maleta donde Amaya había guardado todos sus recuerdos, entre ellos la fotografía que les había tomado el tío Marco. Era una maleta enorme o eso le parecía a la pequeña; pero no tenía el aspecto adecuado para una aventura como la que ellos vivirían. Era demasiado vieja y muy sosa. Sólo era de color marrón y lo único que la hacía diferente a las demás maletas del resto de la gente era aquella cinta que la rodeaba.
- Vaya maleta más fea y además es muy grande. No vamos a entrar en el barco si todos los pasajeros llevan una maleta tan grande - pensó Elisa sin dejar de mirar la maleta mientras seguía removiendo despacio la leche con la cuchara.
-Tómate rápido la leche. Tenemos que irnos y sólo faltas tú.
Amaya entraba y salía de la cocina cada vez con una prenda más sobre ella. Primero la falda, después también con la camisa y ahora se dirigía a la percha que aguantaba su pañuelo para protegerse del frío. Ella tampoco podía apartar la vista de aquella vieja maleta que esperaba en un rincón de la cocina; pero a Amaya no le parecía una maleta fea ni inapropiada para aquel viaje, sino todo lo contrario. Aquella maleta conservaba sus recuerdos y no podría separare de ella durante el trayecto en el barco. También Pedro había entrado en la cocina con su sobrero en la mano.
- Ya está todo listo - dijo - podremos marcharnos en cuanto termines tu desayuno y te vistas - le dijo a su hija.
Sin perder más tiempo porque veía que sus padres tenían prisa, Elisa se tomó toda la leche, saltó de la silla y se vistió con las únicas prendas de su armario que no estaban en ningún paquete.
- Es tan pequeña que si no volvemos pronto,en unos años ni se acordará de esta casa, ni de sus amigos, ni de sus primos y abuelos. Ni siquiera recordará el columpio que le hiciste en el árbol.
Amaya pronunciaba estas palabras mientras se colocaba el pañuelo en la cabeza y miraba aquel columpio que Pedro le había regalado en un cumpleaños a Elisa y en el que al día siguiente la pequeña se había caído haciéndose una herida en el labio.
Elisa entró corriendo en la cocina, ya vestida y con el gorro de lana en la mano.
-Mamá ya estoy lista. Podemos empezar nuestra aventura.
Amaya se esforzó para mostrarle una sonrisa mientras la ayudaba a abrocharse el abrigo.
-Ponte el gorro y no te desabroches ningún botón. Afuera hace un frío horrible y tienes que estar muy abrigada para no resfriarte. Y acuérdate de poner tus botas nuevas de agua -le decía Amaya a su hija mientras la abrochaba el último botón del abrigo.
- ¿Qué botas? ¿Las que me regaló la abuela?- preguntó Elisa.
- Sí. Son esas las que más te gustan, ¿no? Además son las mejores para estos días de frío -dijo Amaya.
-Y son nuevas. Ya veras como no encontramos a nadie en nuestra aventura con unas botas como estas. Son como las de Antón - respondió la pequeña.
- ¿Qué Antón? -preguntó Amaya
- El niño del cuento que ayer me contó papá antes de acostarme. Son mágicas, cuando te pierdes sólo tienes que juntar los talones y ellas solas indican el camino. ¿Quieres que te cuente la historia?
Elisa había recuperado su vitalidad y no podía parar de hablar. Mientras la niña le contaba a su madre el cuento de la noche anterior, su padre iba cogiendo las maletas. Sin dejar de hablar Elisa cogió su maleta, en la que había metido toda su ropa y algunas de sus muñecas. Bueno, la cogía como podía porque era casi tan grande como ella, pero no tanto como la maleta fea que aún aguardaba quieta en el rincón de la cocina. Sobre la mesa ya no había ninguna taza, ni ninguna cuchara o cuenco; en la repisa tampoco estaban ya ni el reloj ni el pájaro de papel ni nada. Sólo había sobre la pared del fondo el dibujo de una familia feliz y disfrutando de una tarde de sol, porque Elisa lo había pintado en una tarde muy soleada y eso tenía que notarse.
El silencio reinaba en la casa, tan sólo se oía la voz de una niña contando una historia de unas botas mágicas y pasos cansados, arrastrados y alejándose de la casa. Todo empezaba ahí y los tres miembros de la familia lo sabían. Si se asomaban mucho al futuro, Amaya y Pedro sentían vértigo por el miedo al fracaso, el vivir una mala situación que los arrojase a un pozo negro sin fondo y verse en el suelo esperando una mano amiga. Verse como aquella vieja maleta que días atrás estaba abandonada en un rincón del desván y ahora era tan importante. Dar la mano al pasado para seguir caminando hacia un futuro mejor, ese era el pensamiento que se repetía una y otra vez en la cabeza de Pedro mientras se agachaba para coger la maleta.

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