sábado, 13 de octubre de 2007

EmigranteS: La maleta

Al fin lo había conseguido. Había sido capaz de levantar aquella maleta tan pesada de recuerdos aún frescos y llevarla hasta la cocina. Lo que no había conseguido era apartar su mirada de aquella vieja maleta. Sobre la mesa la tetera y dos tazas de té expulsaban un humo impaciente, dando calor a la fría sala que cada momento recuperaba la vida con todos los objetos que allí se iban acumulando.

Elisa ya no sentía nostalgia y de un salto había abandonado la silla desde la que había admirado por un largo rato su dibujo. Con la vitalidad propia de una niña de su edad, la pequeña había comenzado a llevar a la cocina todas las cosas que creía importantes en la aventura que comenzarían aquella mañana. El pájaro de papel, el reloj de su mesita de noche y sus muñecas, todo lo que aún quedaba en su habitación sin empacar. Ajena a aquella alegría, Amaya continuaba apoyada sobre su maleta, melancólica y pensativa, unos pensamientos a los que Pedro se había unido. Su fuerte expresión siempre llena de vida se había apagado y por un instante el respetuoso padre de familia se estremecía en su gesto de niño indefenso y débil ante la realidad. Necesitaba el calor de los que le querían. Colocó su mano bajo la de su mujer, aún apoyada sobre la veja maleta, y con suavidad le dijo:

-No te preocupes. Volveremos, estoy seguro de ello. Volveremos y nos reiremos de esta partida.

No hubo respuesta. Amaya era incapaz de articular palabra sin que las lágrimas que se acumulaban en sus ojos y nublaban su vista se escaparan y recorrieran su dulce rostro. Y de fondo, por detrás de ellos, las alegres canciones de Elisa regalaban las únicas estelas de esperanza que tarde o temprano volverían a brotar en la familia, quizás en la próxima estación.

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