Odiaba a su padre. Y a su madre también. Creía que nunca iba a decir esas palabras, pero las había repetido una y otra vez entre lágrimas y sollozos desde que aquella noche sus padres habían reunido a toda la familia en el salón para comunicarles la noticia. Se mudaban de casa y, lo peor de todo, también de ciudad, o mejor dicho, cambiaban la gran urbe por una aldea perdida en medio de la campiña francesa.
¿Por qué le tenía que pasar eso a él? Ahora, que a sus 9 años y después de pelear durante los últimos dos años había conseguido que Doroline le hiciera caso y aceptase ser su novia, aunque todavía se negaba a darle un beso, decía ella que le daba asco y que eso era de personas sin educación y sin escrúpulos. Él no pensaba así. Más que nada porque cada noche veía como su madre recibía a su padre con un beso cuando llegaba de trabajar, y desde bien pequeños, a él y a su hermana, siempre les habían mandado recibir a su padre y a todos los invitados que iban a casa a darles un beso de bienvenida. Además, cuando se encontraba en frente de Doroline se moría de ganas por darle un beso, de sentir el mismo olor que desprenden las praderas en la primavera en sus cabellos rizados, de mirar fijamente y muy de cerca sus grandes ojos de iris verde y rayas amarillas. Era la mirada de un gato en la cara pecosa de una niña refinada de la Francia de principios del siglo veinte, procedente de familia adinerada y puede que, por ello, siempre muy bien preparada y perfumada.
Hacía un par de días tan sólo que había logrado rozarle la mejilla con sus labios y sonrojarla por ello. Nunca olvidaría aquella expresión en el rostro de Doroline. Entre la sorpresa de recibir aquel beso y el rubor que le había provocado, su rostro había mostrado el reflejo más hermoso que él nunca antes había visto. Y justo ahora, tan sólo dos días después de la que sin duda había sido una de las mejores experiencias de su vida, sus padres decidían mudarse.
Lo bueno que tenía todo aquello era que por primera vez su hermana y él estaban de acuerdo en protestar. Tampoco a ella la gustaba la idea de irse justo en aquel momento. Leire, a sus 15 años, comenzaba a salir hasta las nueve de la noche con su grupo de amigos por la zona antigua de la ciudad y según se decía en el patio del colegio, estaba saliendo con el chico por el que todas las adolescentes suspiraban. Moreno, de ojos negros y con labios gruesos, aquel joven extranjero destacaba por los rasgos comunes a su raza latina y por su carismática forma de ser. Leire era la envidia de muchas jóvenes de su edad e incluso las de un curso superior al suyo, lo que era todo un orgullo para ella. Pero como todo en esta vida, el cuento de hadas que ambos hermanos habían comenzado en su ciudad natal veía el final del túnel, o el comienzo de uno, ya que no sabían lo que iban a encontrarse en la nueva etapa de su vida.
Marie, la chica que siempre les había cuidado tanto a él como a su hermana desde que Leire era pequeña, era experta en eso de las mudanzas. Por motivos laborales de sus padres, Marie había vivido en Bordeaux, en Lyon, en Lorient, en Reims y en Paris, donde había conocido a la familia de Luc.
- No te preocupes, Luc. Encontrarás a otra chica tan guapa como Doroline en la nueva ciudad. Además, siempre es intrigante lo que pueda sucederte allí, a quién puedas conocer o incluso lo que puedas llegar a hacer allí.
La 'nana', como Luc y Leire solían llamar a Marie, siempre sabía las palabras exactas para levantar el ánimo de los dos niños, pero aquella vez las palabras no eran suficientes.
- ¿Y mis amigos? ¿Y los abuelos?¿Y el colegio?....
Realmente el colegio era lo que menos le importaba, pero en ese momento toda excusa era buena para intentar echar atrás los propósitos de sus padres. Para un niño de 9 años no era fácil comprender que el trabajo de su padre obligaba a toda la familia a trasladarse a un pueblo del que ni siquiera había escuchado el nombre, ni en clase de geografía por muy poca atención que tomara a las explicaciones del Narigón. Fijo que hasta a él lo echaría de menos porque era imposible que existiese ningún otro profesor tan mustio y feo como el profesor de geografía de su colegio.
En su habitación siempre decorada con payasos y arlequines vestidos con trajes de mil colores, reinaban ahora las interminables montañas de cajas de cartón. No estaba el escritorio, ni las estanterías que desde siempre habían sujetado sus libros, por no estar no estaba ni el somier de su cama. Eso fue lo primero que cargaron en el camión de la mudanza que había salido por la mañana, mientras Luc desayunaba en la cocina, mientras comía el último bocado de tostada que comería en aquella casa, el último sorbo de leche, el último, el último, el último. Ahora odiaba esa palabra que se había convertido en un habitual en todas sus conversaciones. Era como si el fin del mundo estuviera a punto de llegar y nadie podía hacer nada para evitarlo.
El portazo y las tres vueltas de llave que dio su padre a la puerta de entrada de su casa había sonado mucho peor que un adiós. Aquello era el fin. No le daban ni el tiempo necesario para despedirse de todos los que le hubiese gustado estrechar por última vez la mano. Sólo pasaron por casa de sus abuelos para despedirse de ellos, eso sí, su abuela, con lágrimas en los ojos, le había dado una caja de bombones y galletas caseras a su hermana y otra para él; y su abuelo les había dado un billete de 20 francos. Nunca antes les había dado tanto dinero, pero aquello ya no importaba porque en la nueva ciudad Luc no sabría dónde estarían las tiendas más interesantes para invertir aquellos francos. Y ahorrar...ahorrar era muy aburrido. ¿Para qué sirve el dinero parado en una caja si sólo tú vas a saber cuánto hay dentro?
Al abrir la cartera para guardar los 20 francos, una fotografía de Doroline se cayó al suelo. Era el único recuerdo que tendría de la niña que le había robado sus primeros sueños y lo que iba a ser un secreto ahora lo sabía toda la familia. Con un sonrisa dulce en los labios, su abuela recogió la fotografía del suelo y entregándosela intentó animar a Luc asegurándole que en su nuevo hogar encontraría otra niña tan guapa como Doroline.
Esa frase ya la había oído antes ese mismo día y no le gustaba. Cuando los mayores repiten las frases es porque les das pena, porque creen que eres tonto o porque la situación es tan mala que no hay palabras coherentes para decir, y por eso todos repiten la misma tontería. Otro apoyo más para quedarse en su casa de siempre, pero como antes ya lo había hecho, su padre no atendió a las explicaciones que le daba.
Sentado en el asiento trasero del auto, la imagen de los abuelos sacudiendo la mano en forma de despedida y las casas de la ciudad alejándose componían el paisaje más triste de su corta vida y que nunca olvidaría. También su hermana se despedía de sus abuelos y de la ciudad mientras se secaba inútilmente las lágrimas que le rodaban por el rostro. Sus destinos tomaban un nuevo rumbo.
1 Comment:
Cierto que cuando eres niño y adolescente, los cambios radicales representan un pequeño trauma, pero la vida es un continuo cambio, cuanto antes nos acostumbremos mejor..
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