Habían pasado muchos años. El tiempo había forjado unos recuerdos en la memoria de ambos, aunque ninguno de los dos quisiera acordarse de aquellos seis años. Tormentas y penumbras habían acechado cada esperanza que florecía en la última etapa de la relación, y todo el jardín de flores que había nacido de los primeros años fueron marchitándose, deshojando sus pétalos con la dureza que implica tantos momentos compartidos.
En el interior de él no latía nada por el amor vivido, en el de ella la espina de una rosa se había clavado, como testigo de un pasado que roía en el presente, cada noche, cuando el manto de la oscuridad tienta a pasear por el interior de uno mismo. Hace quince años no se podía imaginar que algo tan bonito tuviera un final, que a sus 40 años recién cumplidos iba a verse tal y como una quinceañera, soñando con un amor idealizado que cada noche la ayudase a conciliar el sueño. Pero su espina se hundía provocando un resquemor que se expandía por todo el cuerpo, como la maleza cuando come la sabia en los rosales. Un sentimiento que aún la recorría.
Pero aquella espina supo también transmitirle su dureza con la que fabricó su caparazón. Ahora ya era tarde para dar marcha atrás a las decisiones tomadas y recuperar los años oculta bajo su caparazón. Su profesión la había salvado.
Siempre convencida de lo que quería, había logrado finalizar su carrera y asegurarse un puesto de trabajo en una de las mejores compañías aéreas. Pocas eran las mujeres que aún en el siglo XXI se interesaban por ocupar una profesión vista todavía como modelo masculino. Le encantaba tomar los mandos de su vuelo personal y profesional, ser ella la única que guiase su futuro, como si el destino dependiera de ella misma, de sus deseos y razonamientos. Un destino que aún le jugaba malas pasadas recordando un rostro y unas caricias caducadas. Por eso, por parar los motores de su imaginación aquel otoño decidió embarcar e ir a donde ningún vuelo la había llevado antes.
Egipto. La tierra de los grandes faraones, y la primera gran civilización humana la esperaba con todo su resplandor y las huellas de ese pasado repleto de historias y leyendas. Siempre le había dicho, que rodeada de los grandes misterios y huellas del Antiguo Egipto se curaban todos los males del pasado. El presente se unía a un pasado remoto sin pasar por la infancia o juventud de uno mismo. Era como si las aguas del Nilo curasen las viejas heridas, la carne se regenerase y, al igual que Osiris, se volviera a nacer. Puede que fuese eso lo que necesitase. Zanjar por siempre sus heridas, aquellas que no había cuidado con mimo en su juventud y ahora se resentían.
Nunca antes había navegado, así que las aguas del Nilo serían las anclas en las que anclase su estado sentimental. Todo paisaje desprendía energía, magia, complicidad y serenidad. Egipto era una tierra rica en sabiduría, aunque pobre en recursos. Al desierto no le hacían falta más juncos que naciesen en sus costados, ninguna edificación manchaba su majestuosidad, excepto aquellas levantadas siglos atrás que reforzaban el significado de aquellas tierras. Y sus ojos, ventanas para aquel paisaje, absorbían cada detalle.
Ante el escenario antiguo del viejo imperio, la decoración del barco la trasladaba a una época más reciente, aunque igualmente pasada. Más que en los tiempos de hoy, los salones y camarotes parecían haber salido de la década de los años veinte. Una gran escalinata iluminada por una grandiosa lámpara de pequeños cristales bañaba de luz el hall por donde desfilaban los pasajeros antes de entrar al comedor. Era inevitable recordar la escena de Titanic, cuando Rose aparecía en lo alto de la escalera con su vestido burdeos. Pero aquello no era el Titanic, ni ella llevaba un vestido burdeos ni ningún Jack la esperaba en el último escalón.
El reloj marcó las diez. Era la hora de la cena. Entró al comedor y un atento camarero la guió hasta una pequeña mesa redonda. Vestía un largo faldón blanco con remates en rojo y negro. La vajilla lucía un membrete dorado en el canto y por el cristal de las copas se deslizaba un hilo del dorado también que acababa en una lazada labrada en el cristal. A su derecha, una servilleta roja perfectamente colocada simulaba un cisne sobre el lago blanco del mantel. En la silla de enfrente, vacía, pronto apareció la cara de aquel joven, su imaginación volvía a volar.
- Dicen que el destino siempre se acaba cumpliendo y en Egipto creen en el destino.
Su voz no había cambiado, su rostro reflejaba el paso de los años, pero en su mirada se conservaba el brillo de la juventud, el destello que producen las esperanzas y valentía por adentrarse en el mundo por cualquier puerta. Él estaba allí, la mesa era para los dos, como en su juventud, sin haberlo planeado. No sabía el significado de aquella coincidencia, por qué el destino era tan caprichoso con ella devolviéndole el pasado
Allí sentados, frente a frente, descubrió que el rostro que su imaginación recreaba cada noche, tan sólo era la careta de una persona a la que no conocía. En todos aquellos años, le había idealizado como el hombre ideal, el que ella quería que fuese, pero lejos de esos deseos, él conservaba sus miradas despistadas, su ansia por alcanzar más, su interés por ser quien no es. Sin dejar que su cerebro reaccionase ante lo que estaba sucediendo, una fuerza interior la levantó de la silla, la guió hasta su camarote y borró a su compañero de sueños. El destino sólo se lo había devuelto para curarle su herida. Ya nunca más habría mesa para los dos.
3 Comments:
Un gusto leerte. Muy bueno.
Por cierto, estás ya en Egipto o has vuelto?
besos.
Ufff! me has puesto la piel de gallina. Bello relato. Hemos vuelto Fernando, pero aún no hemos aterrizado!!...jejejeje.
Besos
¡¡¿Como, que estás por Egipto y yo sin enterame?!! Por los dioses, queremos saber.....
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