jueves, 18 de marzo de 2010
Inshallá. Capítulo III
No se iría. John no se marcharía de casa antes de su regreso, y eso que tenía previsto estar un año fuera, pero era lo que él le había pedido. Hay errores para los que siempre se encuentra una razón lógica que nos impulsa a perdonar, pero este no era uno de esos perdones que se encuentran fácilmente, era uno de esos perdones que no se encuentran, al fin y al cabo lo mataría.
Llevaba tres meses tomando la medicación y su cuerpo aún no se había acostumbrado a aquellas sustancias extrañas. Estaba demasiado cansado, tanto que hasta su aspecto había envejecido a una velocidad casi impensable y todo en cuestión de meses. Cuando se miraba en el espejo veía a un anciano, cuando miraba a su hijo al joven que un día fue y en ninguno de los dos se identificaba. Sin embargo, sus ojos conservaban aquel brillo de esperanza que Egipto hacía desperecer cada vez que emprendía un viaje.
A su lado Ángel no le quitaba ojo a su equipaje. !Tres maletas! ¿Dónde pensaba que iba? Aún no entendía que Egipto no necesitaba tanta maleta y modernismos. Allí tendría para comprar lo que necesitara, el problema era traer a casa todas las cosas que compraría. Se había sorprendido al ver el único baúl y la trolley que llevaba su padre.
- ¿Dónde vas con un baúl? Ni que estuviéramos en la época de Indiana Jones - le había dicho al salir de casa.
Él ya había vivido en Egipto y había regresado de viaje de ocio en varias ocasiones como para que ahora un novato le dijera qué era necesario llevar. Sólo esperaba que a su regreso, Ángel hubiera aprendido que en la vida hay muchas cosas más que las materiales. También están las formas de vida, las creencias, los sentimientos y aquello donde todo lo anterior se reune. Era el caso de su escarabajo verde. Jepri, como él lo había bautizado, fue un regalo de su primer compañero de excavación, un joven inglés llamado Thomas. Aquella figura azulada lo había acompañado en su monedero desde que Thomas se lo había entregado. El amuleto egipcio le daba fuerza para seguir adelante, siempre lo había hecho y ahora más que nunca. Había noches en las que en sus sueños se veía como un escarabajo pelotero, moviendo la bola que representaba su vida y en la que debería renacer. Le gustaba más esa palabra que la de 'recuperación'.
Sobre sus rodillas y entre sus manos mantenía la pequeña caja donde iba su medicación. Él hubiese preferido meterla en el trolley, pero Ángel opinaba que el contenido de aquella caja era demasiado importante como para descuidarla a todo tipo de golpes dentro del avión. Por una vez hacía caso a su hijo, al fin y al cabo él era también doctor y sabía qué era mejor para aquellas ampollas.
-Lo primero que haremos al llegar será tomar un té en el Fishawi y si te animas fumaremos pipa.
-Papá, después del viaje, lo primero que deberías hacer es descansar. No olvides que te toca tomar la medicación nada más llegar y eso te agotará más.
-Cada minuto que descanses en Egipto es un minuto que pierdes en fascinación. Egipto nunca descansa y tiempo tendremos a descansar, pero tampoco vayas con la idea de dormir doce horas al día, con seis será bastante.
Antes de que Ángel pudiera contestar a su padre el servicio de megafonía del aeropuerto anunció su puerta de embarque. El avión con la cabeza de Horus ya estaba en pista, listo para despegar.
-Vamos. ¿No querrás que el halcón se vaya sin nosotros?¿Sabes quién es Horus?
-Ya empiezan las clases de historia.
-Los dioses nunca mueren así que es lección del presente. Te dije que te presentaría Egipto y empezaremos por su más profundo interior.
El relato de Horus los acompañó hasta la puerta de embarque. Alguno de los pasajeros que ya hacían cola para subir al avión mostraban más atención a la historia que su hijo. Ángel creía más en la ciencia que en la mitología y en las religiones. No importaba. Él sabía que la visión del mundo y la vida de su hijo cambiarían ese año. Egipto colmaría su corazón.
Publicado por Estefanía S.Redondo en 11:49 7 comentarios
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martes, 8 de diciembre de 2009
Ellas. Una pizca de vida
Aquella mañana necesitó abrir todas las ventanas. De una habitación a otra, el revoltoso aire que la mar adentraba en la ciudad revoloteaba por todos los rincones de su casa. Hacía frío, el aire era húmedo y las puertas mantenían un continuo combate con los topes que ella les había puesto para que no se cerraran. No notaba temperatura alguna, sólo necesitaba sentir la libertad.
Por el suelo de su casa bailaban bolas de colores que habían quedado abandonadas en un fallido intento de preparar la llegada de la Navidad. Una muñeca sentada en una esquina del cuarto de su hija pequeña sujetaba una bola roja con adornos brillantes, la maleta donde uno de sus hijos guardaba las partituras de los villancicos que ya ensayaba con el coro infantil impedía el paso a otra bola verde. Un espumillón había quedado colocado en el respaldo del sofá del salón. La Navidad se extendía por toda la casa sin ningún orden ni coherencia.
Miró el reloj. No hacía ni quince minutos desde que había dejado a la pequeña en el colegio y ya se sentía presionada por las agujas del viejo cucú que presidía en la cocina. Recoger los platos del desayuno, hacer las camas, recoger la casa y, si quedaba tiempo, pasar el plumero antes de irse a trabajar. Necesitaba sentirse libre por un instante como cuando ponía un CD y se dejaba llevar por la música. Entonces lo hizo. Se dirigió a su cuarto, eligió un CD de los que había apilado su marido sobre la mesa de mezclas y presionó el play en la minicadena. Cerró los ojos y se dejó impregnar por los golpes secos de una darbuka. El sonido del laúd y otros instrumentos que se daban paso en la pista del CD le dibujaron una sonrisa en su cara ya relajada y ajena al stress que hacía sólo unos minutos estuvo a punto de derrumbarla. El ritmo de la canción se había acelerado y el aire que deambulaba por toda su casa la empujó mover su caderas. La danza le aportaba la libertad que ansiaba.
Sin dejar de moverse comenzó a adecuar la casa. Entre giros, golpes de caderas, alguna ondulación que le exigía la música. Sin apenas darse cuenta la música había tomado el control de su cuerpo, o era en aquel momento cuando ella tenía todo el control, no lo sabía muy bien pero la música había despertado cada parte de su cuerpo y le había alimentado con la pizca de felicidad necesaria para comenzar un nuevo día.
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miércoles, 7 de octubre de 2009
Dikra
Por fin he comenzado con el taller literari. Espero poder mejorar mi estilo y narración según vaya haciendo los ejercicios que nos proponen. Y también refrescar mi creatividad, que últimamente está un poco 'seca'.
Os pongo aquí abajo uno de los ejercicios propuestos para que me déis opinión. Se trataba de realizar una descripción de alguien conocido, más que nada, para que nos fijáramos y destacáramos aquellos rasgos y detalles que siempre pasamos por alto de las personas que nos rodean.
Se lo dedico a una de mis compañeras de Erasmus: Dikra
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Sus ojos parecían ventanas a la inmensidad de la noche. Sus largas y tupidas pestañas abanicaban lentamente su mirada, adornada por el khrol y las brillantes sombras de los cosméticos. Su blanca tez parecía esconder una fina y coqueta nariz que se afilaba con cada una de sus sonrisas, dejando entrever a cada uno de los lados unos pómulos rosados que enmarcaban la expresión de una tierna juventud. Sobre sus gruesos labios siempre brillaba un tímido brillo que le ayudaba a resaltar una dentadura no tan bella y perfecta como el resto del rostro.
Le encantaba untarse de bálsamo los labios. Siempre lo aplicaba con su dedo corazón, mientras que con los otros intentaba esparcir mejor el maquillaje que con el pasar de las horas se acumulaba las dos pequeñas hendeduras, una a cada lado de la comisura de los labios y resultado de su constante sonrisa. En sus manos siempre lucía brillantes sortijas de cristal de Swarovski, hechas por ella misma, que de vez en cuando se quitaba para aplicarse una crema que le aportaba la suavidad y el olor que la caracterizaba. Parecía que utilizara todos los perfumes y cosméticos procedentes de una misma sustancia. Sus manos, su ropa, su pelo; todos dejaban el mismo rastro embriagador para muchos.
El movimiento exagerado de sus caderas, aún por definir, hacía que los negros rizos de su melena bailaran de un hombro a otro. Por su rostro, se deslizaba un mechón enroscado en sí, pasivo del vaivén del resto y con el que ella solía jugar cuando estaba aburrida. Bajo el nacimiento de ese negro tirabuzón se escondía un pequeño lunar de forma un poco ovalada, idéntico al que tenía al lado izquierdo de su cuello y que sólo se dejaba ver cuando la curiosidad le hacía estirarse e inclinar la cabeza hacia atrás. Más lunares se esparcían por sus brazos. Era con ellos con los que se divertía y relajaba uniendo unos con otros, como si estuviera realizando uno de esos pasatiempos infantiles en los que tienes que unir puntos numerados para descubrir un dibujo.
Le gustaban los lunares y odiaba los tatuajes y piercings, lo que no le impedía adornar sus orejas con grandes pendientes de los que siempre colgaban monedas y bolitas, percusionistas de un tintineo que siempre la acompañaba en cada movimiento que hacía. Aquel sonido, como de campanillas, era característico en ella. Parecía ser una caja de sorpresas por descubrir y de música susurrada por sus labios siempre que paseaba sola por la ciudad.
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Etiquetas: Retales
jueves, 20 de agosto de 2009
Inshallah. Capítulo II
El presente nunca le había gustado. Era el pasado lo que le apasionaba y a lo que se atrevía a mirar de frente. Con su veredicto pronunciándose a sus espaldas, su mirada sólo se inundaba del azul inmenso del Mediterráneo que se extendía ante él. No lo había soportado más. Aquella incómoda situación en el hospital era ridícula ante la panorámica que el único vínculo al exterior ofrecía.
Había abierto la ventana y se había asomado. Inspiró el aire puro del mar, sintió cómo se hinchaban sus pulmones, cómo se alborotaba su pelo ya canoso, testigo del paso de los años y cargado de experiencia. Su rostro respiraba libertad, mientras que a sus espaldas las palabras del doctor le devolvían a la realidad. Era como si estuviera viviendo dos realidades diferentes, como si su espada y su rostro no pertenecieran al mismo cuerpo. Lo opuesto. La cara y la espalda. La libertad y la condena perpetua. El azul del mar y el blanco rancio de una habitación de hospital.
Siempre había vivido con esa sensación. Su espalda estaba acostumbrada a cargar con lo más oscuro de su vida, mientras que ante sus ojos siempre se habían postrado las escenas más maravillosas que el hombre pudiera ver.
Alejandría. Aquel aroma que lo rodeaba le recordaba a la histórica ciudad de los Ptolomeos. Desde Alejandro Magno hasta la hermosa Cleopatra. Nunca se perdonaría el irse sin conocer el paradero del féretro de la última reina de Egipto. ¿En qué recóndito lugar del mar que baña la costa alejandrina se encontraría su cuerpo?¿Y el de Marco Antonio? Ni el gran César pudo contenerse ante los encantos de una mujer y un país poderosos.
Pensando en Egipto su mente viajaba a aquellos años que pasaba contemplando las excavaciones de los campamentos. Desde el alto hasta el Bajo Egipto; los oasis, el Mar Rojo. No le había quedado rincón de la tierra faraónica por estudiar y excavar. Con el paso de los años, había conseguido hacer de su pasión su forma de vida y el occidente no podía ser su punto final.
- Y ahora, ¿cómo debe ser su forma de vida?
Era Ángel. Después de años su hijo mostraba la preocupación que él nunca había tenido por su primogénito. Se giró para mirarle a la cara. Tenía el mismo rostro que ponía su madre cuando se presentaba alguna dificultad, por lo demás, era como si se volviera a mirar en un espejo pero con veinte años menos. Nadie podía negar su paternidad.
-Tendrá que aprender a convivir con el tratamiento.
'O no tomarlo y aprovecha lo poco que me queda por vivir', pensaba él. No quería medicación, no quería tener ese diagnóstico, no era justo para él. Vivir lo poco que le quedaba enganchado a las pastillas y con alto riesgo de padecer demencia, meningitis, depresión, psicosis.....¿Alguien da más? A aquel médico parecía gustarle recitar todos esos síntomas secundarios como el que lee la lista de la compra. Podía seguir hablando con Ángel y John, seguramente a éste último le interesaba también lo que podía pasarle.
Cuando al fin pudieron salir del hospital, se dirigió a ambos con el semblante que siempre le había caracterizado. A John le propuso irse a casa y charlar, aunque lo que realmente quería decir era que fuera recogiendo sus cosas y buscando un nuevo hogar. A su hijo le sugirió que pidiera un año de excedencia en su consulta. Tenía que recuperar el tiempo perdido y presentarle a su verdadero amor. Necesitaría todo un año para conocer Egipto.
Publicado por Estefanía S.Redondo en 14:34 1 comentarios
martes, 18 de agosto de 2009
Inshallah. Capítulo I
Odiaba aquel olor. Esa mezcla de pureza entre blancura y medicamentos no era el escenario con el que siempre había soñado para pasar sus últimos días. Olía a triste, a verde de quirófanos y no de bosques.
John y su hijo Ángel también estaban allí. Les había pedido a ambos que no fueran aquella mañana al hospital. Sabía muy bien cuál sería el diagnóstico y quería compartirlo con su soledad, asumirlo antes de contarlo a su elenco de conocidos y desconocidos. Hacía mucho que no tenía que enfrentarse a los comentarios de los periodistas y prefería estar preparado. Ya veía todos esos titulares de prensa y chismorreos en los reality de la televisión moderna sobre el diagnóstico que iría a recibir de un momento a otro. Las mismas críticas que recibiría de su ex mujer cuando se enterara de todo. Sin embargo, en aquel momento la echaba de menos.
Habían pasado 15 años desde que se había marchado de casa. El mismo tiempo que llevaba sin ver a su hijo más de cuatro horas seguidas y cuando su trabajo se lo permitía. Por ese motivo, Ángel siempre lo había rechazado. Lo hizo hasta tal punto que incluso se olvidaba de recoger sus regalos de cumpleaños o de felicitar a su padre por Navidad. Al parecer, siempre estaba ocupado con sus estudios. Fuera o no cierto, el presente y aquella sala de hospital le habían reunido de nuevo con su hijo. No era el muchacho engreído de hace unos años, si no un serio y prestigioso psicólogo capaz de comprender todos los problemas y miedos, excepto los suyos propios.
Por primera vez, el silencio que reinaba entre seres queridos encerrados en una misma habitación no le molestaba. Amante de las largas e intensas conversaciones, aprovechaba aquel descanso de palabras para recordar todo lo que había hecho en su vida, saber quién era en realidad. No se arrepentía de nada. Ni de los viajes y largas estancias lejos de su familia cuando Ángel era pequeño, ni de los años de estudio dedicados a la arqueología, ni de la ruptura de su matrimonio. Todo lo había guiado su destino y quizás también él había marcado aquel diagnóstico.
No se arrepentía de nada. Él no. Quizás John tuviera algo que decir tras escuchar un diagnóstico que muy probablemente se repetiría en él, pero ya era tarde para argumentos. Después de 15 años de relación no necesitaba que nadie le explicara cómo podía haberse contagiado del VIH. Ahora sólo quería gozar de aquellos minutos de silencio, de aquellos minutos de paz.
Publicado por Estefanía S.Redondo en 2:00 3 comentarios
Etiquetas: Egipto
lunes, 29 de diciembre de 2008
lunes, 8 de diciembre de 2008
Con Egipto en la piel
Respiraba profundo. Sentada ante el mejor escenario que sus ojos nunca hubiesen admirado, postrada ante el colosal rostro de un faraón milenario era como si el ruido de la moderna Luxor quedase excluido de aquel templo.
El esqueleto de aquel templo, bañado bajo la tenue luz de los focos, era el reflejo de lo que había sido la antigua ciudad de Tebas. La majestuosidad aún reinaba en aquel espacio y el rostro en los colosos de Ramsés II transmitía la serenidad de todo un monarca. Contemplar aquella escena, encontrarse cara a cara con el gran faraón era una de las experiencias más maravillosas de su corta vida. Aunque diminuta ante los colosos, se sentía inmensa, como la noche estrellada que se extendía ahora sobre el templo. Sin prohibiciones como sucedería en la mejor época de la edificación, ella podría recorrer los pasillos del templo, contemplar los pilares y perderse en su diámetro. Sus ojos, siempre inquietos por captar cada detalle de una cultura aún viva en millones de corazones, admirarían las escrituras sagradas, los mensajes indescifrables para los miles de extraños que visitaban cada día las ruinas del templo. Para ella, la experiencia sería diferente.
El estudio de las culturas antiguas siempre había despertado su interés, pero había sido la historia del Antiguo Egipto la que la había cautivado. Su forma de vida, sus avances impensables para la antigüedad que tenían, su sabiduría y entendimiento de la vida con leyes que superaban a las modernas en muchos aspectos. La egipcia era una cultura apasionante, pero lo más importante era sentirla en su propia piel.
Con el semblante del faraón otorgando su paso al interior del recinto, sus pies avanzaron hasta alcanzar el pasillo de columnas. Su mirada se perdía en la oscuridad de la noche siguiendo los innumerables símbolos y jeroglíficos que decoraban aquellos cuerpos cilíndricos. Sus manos temblorosas agarraban con fuerza la mochila que se había colgado sobre el pecho, para evitar perderse en un túnel del tiempo, aunque realmente era lo que más deseaba en aquel momento, vivir los buenos tiempos del templo de Luxor y conocer su día a día. Sin duda, Ramsés II había sabido culminar con eficacia y grandeza la obra iniciada por sus antecesores en el trono. La sala de las columnatas era un festín de los dioses antiguos donde Mut y Amón encabezaban en una secuencia la fiesta de Opet, obra de Tuthankamón.
Pasear por las salas del templo de Luxor era como ojear la historia del Antiguo Egipto, conocer a los mayores reyes del Imperio Nuevo y sentirse partícipe de sus obras. Pero lo más emocionante estaba por llegar. A mitad del recorrido, una sala lateral la invitada a acceder a los antiguos jardines del templo, donde los sacerdotes y los monarcas accedían para realizar los acciones sagradas. Allí aún perduraba el lago que tantas ofrendas había albergado en sus aguas y el escarabajo pelotero, el que aún hoy representa la superación personal para los egipcios. Ver todo aquello e imaginarse su aspecto festivo, lleno de vida y de color en las frías piedras que ahora se mantenían en pie, era un sentimiento inexplicable para ella.
Su admiración crecía con cada paso que daba en el suelo sagrado de Luxor. Ante el desfile de imágenes y figuras, en su interior recordaba cada significado, comprendía cada cartucho que las piedras protegían, todos los años de estudio se desperezaban al ver la historia tan cerca. Hasta que llegó a él. Era el esquema de la fachada principal del templo, la imagen que Ramsés II quería en su aportación al templo.
Como si se tratara del plano de un arquitecto del mejor gabinete, los antiguos egipcios habían sellado en la roca la imagen del templo más importante para la celebración del Año Nuevo. Las instrucciones del faraón a sus obreros y súbditos para honrar a los dioses. Y sin apenas darse cuenta, sus manos soltaron la bandolera que colgaba en su hombro y temblorosas, como las manos de un anciano acariciando el rostro de un familiar al que no ve desde hace años, las yemas de sus dedos se acercaron al plano. Sentía la necesidad de acariciar el perfil de aquel dibujo, sentir la fuerza que transmitía, pues era el primer retrato del templo de la antigua Tebas. Y lo sintió. Los trazos labrados hacía más de tres mil año se tatuaron en su piel, como dibujando una línea invisible para los ojos, pero profunda al tacto.
El Antiguo Egipto pedía permiso para entrar en su piel, como antes ella misma se lo había pedido a los colosos del faraón. Ahora el templo también se asentaba en su alma y con él, todos los reyes y reinas que habían aportado su personalidad en su construcción estarían con ella.
A la salida del templo el ruido de la ciudad rompía lo sagrado del lugar. El bullicio turístico contaminaba un ambiente que ya posaba tranquilo en el fondo de su corazón.
Publicado por Estefanía S.Redondo en 13:52 4 comentarios
Etiquetas: Egipto
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