viernes, 17 de octubre de 2008

Mesa para 2


Habían pasado muchos años. El tiempo había forjado unos recuerdos en la memoria de ambos, aunque ninguno de los dos quisiera acordarse de aquellos seis años. Tormentas y penumbras habían acechado cada esperanza que florecía en la última etapa de la relación, y todo el jardín de flores que había nacido de los primeros años fueron marchitándose, deshojando sus pétalos con la dureza que implica tantos momentos compartidos.


En el interior de él no latía nada por el amor vivido, en el de ella la espina de una rosa se había clavado, como testigo de un pasado que roía en el presente, cada noche, cuando el manto de la oscuridad tienta a pasear por el interior de uno mismo. Hace quince años no se podía imaginar que algo tan bonito tuviera un final, que a sus 40 años recién cumplidos iba a verse tal y como una quinceañera, soñando con un amor idealizado que cada noche la ayudase a conciliar el sueño. Pero su espina se hundía provocando un resquemor que se expandía por todo el cuerpo, como la maleza cuando come la sabia en los rosales. Un sentimiento que aún la recorría.


Pero aquella espina supo también transmitirle su dureza con la que fabricó su caparazón. Ahora ya era tarde para dar marcha atrás a las decisiones tomadas y recuperar los años oculta bajo su caparazón. Su profesión la había salvado.


Siempre convencida de lo que quería, había logrado finalizar su carrera y asegurarse un puesto de trabajo en una de las mejores compañías aéreas. Pocas eran las mujeres que aún en el siglo XXI se interesaban por ocupar una profesión vista todavía como modelo masculino. Le encantaba tomar los mandos de su vuelo personal y profesional, ser ella la única que guiase su futuro, como si el destino dependiera de ella misma, de sus deseos y razonamientos. Un destino que aún le jugaba malas pasadas recordando un rostro y unas caricias caducadas. Por eso, por parar los motores de su imaginación aquel otoño decidió embarcar e ir a donde ningún vuelo la había llevado antes.


Egipto. La tierra de los grandes faraones, y la primera gran civilización humana la esperaba con todo su resplandor y las huellas de ese pasado repleto de historias y leyendas. Siempre le había dicho, que rodeada de los grandes misterios y huellas del Antiguo Egipto se curaban todos los males del pasado. El presente se unía a un pasado remoto sin pasar por la infancia o juventud de uno mismo. Era como si las aguas del Nilo curasen las viejas heridas, la carne se regenerase y, al igual que Osiris, se volviera a nacer. Puede que fuese eso lo que necesitase. Zanjar por siempre sus heridas, aquellas que no había cuidado con mimo en su juventud y ahora se resentían.


Nunca antes había navegado, así que las aguas del Nilo serían las anclas en las que anclase su estado sentimental. Todo paisaje desprendía energía, magia, complicidad y serenidad. Egipto era una tierra rica en sabiduría, aunque pobre en recursos. Al desierto no le hacían falta más juncos que naciesen en sus costados, ninguna edificación manchaba su majestuosidad, excepto aquellas levantadas siglos atrás que reforzaban el significado de aquellas tierras. Y sus ojos, ventanas para aquel paisaje, absorbían cada detalle.


Ante el escenario antiguo del viejo imperio, la decoración del barco la trasladaba a una época más reciente, aunque igualmente pasada. Más que en los tiempos de hoy, los salones y camarotes parecían haber salido de la década de los años veinte. Una gran escalinata iluminada por una grandiosa lámpara de pequeños cristales bañaba de luz el hall por donde desfilaban los pasajeros antes de entrar al comedor. Era inevitable recordar la escena de Titanic, cuando Rose aparecía en lo alto de la escalera con su vestido burdeos. Pero aquello no era el Titanic, ni ella llevaba un vestido burdeos ni ningún Jack la esperaba en el último escalón.


El reloj marcó las diez. Era la hora de la cena. Entró al comedor y un atento camarero la guió hasta una pequeña mesa redonda. Vestía un largo faldón blanco con remates en rojo y negro. La vajilla lucía un membrete dorado en el canto y por el cristal de las copas se deslizaba un hilo del dorado también que acababa en una lazada labrada en el cristal. A su derecha, una servilleta roja perfectamente colocada simulaba un cisne sobre el lago blanco del mantel. En la silla de enfrente, vacía, pronto apareció la cara de aquel joven, su imaginación volvía a volar.

- Dicen que el destino siempre se acaba cumpliendo y en Egipto creen en el destino.


Su voz no había cambiado, su rostro reflejaba el paso de los años, pero en su mirada se conservaba el brillo de la juventud, el destello que producen las esperanzas y valentía por adentrarse en el mundo por cualquier puerta. Él estaba allí, la mesa era para los dos, como en su juventud, sin haberlo planeado. No sabía el significado de aquella coincidencia, por qué el destino era tan caprichoso con ella devolviéndole el pasado


Allí sentados, frente a frente, descubrió que el rostro que su imaginación recreaba cada noche, tan sólo era la careta de una persona a la que no conocía. En todos aquellos años, le había idealizado como el hombre ideal, el que ella quería que fuese, pero lejos de esos deseos, él conservaba sus miradas despistadas, su ansia por alcanzar más, su interés por ser quien no es. Sin dejar que su cerebro reaccionase ante lo que estaba sucediendo, una fuerza interior la levantó de la silla, la guió hasta su camarote y borró a su compañero de sueños. El destino sólo se lo había devuelto para curarle su herida. Ya nunca más habría mesa para los dos.

domingo, 12 de octubre de 2008

Donde duermen los recuerdos

Me acuerdo perfectamente de cómo era aquella caja. Colocada siempre mirando al occidente, donde la ventana abría paso al murmullo del mar con el que se inundaba la habitación de Gloria. El reflejo del sol brillaba en el salpicado de nácares y marfiles que decoraban su tapa. Miles de colores y brillos se desprendían desde un fondo de ébano que mantenía viva la edad de las tallas en sus costados.


Los motivos florales que lucían parecían bailar con las líneas marcadas por la naturaleza en los trozos de madera; colocadas como si también ellas hubiesen sido producto de los antojos de la tierra. Sin duda era una caja especial tanto por el significado que Gloria le había dado como por su antigüedad. Recuerdo cómo Gloria soñaba cada vez que relataba la historia de aquella caja.


Su abuelo, un marinero amante de las leyendas y aventuras con las que los libros alimentaban sus largas horas de soledad en la mar, había iniciado una expedición en el interior de África financiada por el gobierno francés. Su excelente trayectoria surcando los mares había motivado aquella expedición en una tierra árida donde seguían saliendo tesoros de dinastías milenarias. Eran las tierras nubias, próximas a Egipto. Y allí, bajo un sol abrasador con los ojos tristes por bañarse de dunas de arena y sequía un palacio camuflado en las montañas abría su cámara de los tesoros para su abuelo. Desde el primer momento en el que vio la caja, el abuelo de Gloria se enamoró de ella y como agradecimiento por el trabajo realizado, el gobierno francés le obsequió con una gran cantidad de dinero que sirvió para mantener a la familia más de una década y con la pequeña caja de ébano. Los estudiosos de arte africano decían que el valor de aquel objeto era mínimo y tampoco le encontraban una utilidad relevante en el pasado como para etiquetarla junto con las otras reliquias encontradas. El destino había unido a un marinero con un tesoro del desierto.


De todo aquello hacía ya más de cien años, una edad a la que Gloria ya se acercaba. Sola en su casa, como siempre había estado, la caja de ébano le hacía más compañía que la camada de felinos que paseaban por los largos pasillos del piso de Gijón. Su vida había estado cargada de emocionante aventuras, como la de su abuelo, pero en ninguna de ellas había encontrado a la persona adecuada para compartir sus días y so no le importaba. Se sentía orgullosa de lo que había sido, de lo que era; de haber llegado hasta el fin de sus días tal y como había soñado, con muchos de sus deseos cumplidos y lo más importante, estaba orgullosa de haberlo conseguido sin haber nunca olvidado su pasado.
La caja de ébano que cada mañana se dejaba bañar por la brisa del mar y la luz del sol aguardaba en su interior todo lo que Gloria era. El olor tan especial que siempre había tenido le recordaba a los suyos, los motivos florales le llevaban hasta los rincones donde su destino la había llevado, la tapa de nácares y marfiles le ayudaban a recordar su villa marinera cuando se encontraba lejos de ella, ahora ya por motivos de salud que la obligaban a trasladarse por periodos al interior de su Asturias. Aquella caja que tan insignificante había resultado para los expertos en arte africano hacía años, era para ella toda su vida y sus experiencias. No importaba qué contenido se aguardaba entre las paredes de la caja, ni tampoco si estaba vacía porque nunca había sido así. Los recuerdos, aunque invisibles a la vista, habían cubierto el espacio de la caja, como lo hacen en la memoria humana. Aunque había veces que con su caja viajaba la nota que su abuelo le había escrito en su última salida a la mar, de la que nunca volvió. La caja, como su antecesor había dejado escrito, sería la alcoba de los recuerdos familiares, los que se cuentan a los extranjeros de la estirpe y los que quedan en las miradas de sus conocedores.
El amarillento trozo de papel guardaba las elegantes letras de su abuelo trazadas con la estilográfica que ahora descansaba en el despacho de Gloria. Aquello no sería como la caja de Pandora, ningún recuerdo se caería del interior de la caja y permanecería siempre ahí, pese a no saber qué sería de ella cuando Gloria faltase.
La brisa del mar entraba en la habitación y revoloteaba el ambiente. Fuera, se oían las risas de los niños que jugaban en el arenal de San Lorenzo y el murmullo de los paseantes del Muro. De la caja se desprendían brillos y luces de colores que despertaban otro recuerdo en la vieja memoria de Gloria. Sus juegos en la playa, el rugir de las olas bajo la voz de su abuelo contando historias de la mar, los dulces de su abuela para las meriendas y la caja presente, captando todo lo que ahora contenía. Ella sería la única que permanecería.