sábado, 23 de agosto de 2008

Hielo y pluma


Hacía tiempo que no dejaba constancia de su día a día en un papel. Su diario conservaba ahora las motas de polvo que se habían acumulado en sus tapas desde hacía años, los suficientes como para que los dedos de su mano no encontrasen la forma adecuada para abrazar la estilográfica. Con lo fácil que parecía años atrás, en los que la fina y cuidada punta de la pluma bailaba sobre el papel con la elegancia y delicadeza de los bailarines de patinaje sobre el hielo.


Escribir le recordaba las piruetas de Eva en sus años jóvenes, cuando competía en las pistas de hielo de toda Europa, incluso había conseguido participar en un torneo internacional celebrado en Rusia, entre las mejores. Ella estaba en ese nivel que se encuentra a caballo entre el sueño y la realidad. Y en la cabina de comentaristas, donde la realidad más humana, la más dura gobierna ante todo intento de utopía, se encontraba él. Nunca olvidaría el día que la conoció, ni pensar que estuvo a un segundo de renunciar aquella convocatoria para los juegos olímpicos de invierno celebrados en la cara este de Europa hacía ya más de cincuenta años.


Él, un joven periodista dedicado más a la crónica de sucesos que a otros menesteres periodísticos, metido en una competición deportiva de la que ni sabía el reglamento ni el nombre de ningún deportista de élite de aquella modalidad. De aquella no había vuelta atrás cuando en la redacción del periódico te destinaban un tema, y menos después de tener que hacerse hueco entre los mejores escritores de la época, pupilos de los más grandes cronistas que más adelante saltaron al mundo literario como grandes escritores de lengua hispanoamericana. Un becario tenía entonces que acotar las órdenes más interesantes y las más absurdas también. Si no entendías de un tema, la solución era fácil: infórmate de todo lo que puedas en el poco tiempo que tenías antes de enfrentarte a tu reportaje, crónica, crítica o noticia. Esa parte del pasado era la que menos había cambiado con respecto a la actualidad, aunque de aquella se careciera de herramientas tan útiles como Internet o el teléfono móvil. Las publicaciones pasadas, los libros especializados, el bloc de nota y a pluma eran los compañeros de viaje inseparables en el maletín de todo reportero.


Con ellos hizo el viaje de ida a su destino, a la Europa del este tan masacrada de desgracias que habían dejado su huella en todo rincón de los países afectados. Ver aquel escenario era aterrador, más cuando no realizabas el viaje para ayudar a solucionar el conflicto. Aún hoy, cincuenta años después de aquel viaje, él se seguía preguntando cuál había sido el motivo para llevar una competición deportiva a un escenario tan poco evolucionado por entonces tanto en arquitectura como en política y en valores humanos. El dinero, sin duda, ya sobresalía como principal poder social, como desde siglos atrás había hecho, diferenciando a unos de otros, partiendo la sociedad en clases distinguidas y provocando la indiferencia de los más poderosos por mejorar la situación de los menos favorecidos. Y entre aquel escenario, un elegante pabellón olímpico abría sus puertas a un país de ensueño recubierto por el color blanco, el símbolo de la pureza, de todo lo tranquilo, de la paz. La enorme pista de hielo calentaba el ambiente con su traje de vistosos anuncios de colores que ofrecían un festín luminoso a los ojos del espectador.


Su labor era escribir un artículo sobre la competición que durante tres días se desarrollaría en el pabellón olímpico de las ilusiones, como él mismo había decidido bautizar aquel sitio. Supuestamente en sus letras debía sobresalir la objetividad, pero dando también ese toque de opinión positiva hacia la participante de su país para que, entre frases engalanadas, el lector quedara convencido de la formación de su deportista. Aquella situación por sí sola ya hacía que él no viera con tan buenos ojos las coreografías puestas en escena por su compatriota y se fijara más en las representantes de otros países. Y allí, entre música y coreografías, palabras pronunciadas en todos los idiomas por sus colegas de profesión y puntuaciones extrañas, apareció ella.


Desde su posición, parecía que la joven no superaba los 16 años, aunque su edad ya se acercaba a los 19. Eva era la favorita, por sus anteriores triunfos conseguidos en numerosas competiciones internacionales. Ella era la mejor bailando sobre el hielo tanto sola como en pareja. Ella y la pista eran un ser único en cuanto la música comenzaba a sonar en el pabellón. Todo su cuerpo se movía al son de las notas musicales como si fuesen ellos los que en ese momento la estuvieran componiendo. No importaba si se trataba de música clásica con fuertes cambios de intensidad, como música moderna que requería movimientos más rápidos, mayor velocidad en pista y todo ello acompañado siempre por complicadas piruetas y movimientos. No podía realzar las coreografías de su compatriota de dejar por debajo de ella a Eva. Era la mejor, no hacía falta ser un experto en patinaje artístico para saberlo, por eso apostó por ella en sus crónicas. Apostó y ganó.


Para Eva era una competición más que sumaba a su carrera deportiva, otra medalla, otro trofeo como los demás; pero para él era el inicio de una nueva pasión. Sus artículos no habían gustado demasiado en la redacción de su periódico dadas las alabanzas que reflejaban de la competidora más fuerte del campeonato, pero las palabras del joven reportero no se equivocaban y celebraban ya la victoria anunciada de Eva. Lo cierto fue que desde aquel campeonato y su fascinación por aquella mujer y sus ejercicios sobre la pista le llevaron a él a ocupar un puesto en el área de deportes del periódico donde no tardó mucho en abandonar por su propia decisión. Eran muchos los diario que requerían de su presencia en sus redacciones y de revistas especializadas en patinaje. Realmente había hecho bien los deberes aquella vez interesándose por un deporte que cada día se hacía más fuerte.


Su experiencia en revistas especializadas de deportes de invierno cada vez le acercaban más a la joven y todo ello también servía para que su pluma bailara cada día con más soltura sobre el papel cuando escribía de Eva. Tanto fue así que pronto sus colegas le comenzaron a llamar el plumilla de la campeona, y ella se interesaría por conocerle tarde o temprano.


Fue un jueves, 28 de agosto, cuando le llegó una cita para verse con Eva en el gran hotel Reigton, donde se hospedaba la joven. Una revista de gran tirada había publicado unos días atrás un artículo en el que repasaba la historia de Eva con gran fidelidad y elegancia en su estilo. El artículo había sido la llave para despertar el interés de la deportista por conocer al reportero que la seguía a todos lados. Eran muy parecidos, muy similares, casi gotas gemelas cada uno en su profesión. Ella se comunicaba con el hielo como si fueran sus pies los que hacían que éste se presentara a su antojo, y él hacía lo mismo con la pluma, parecían extensiones de sus cuerpos. Puede que aquella coincidencia funcionase como el imán de sentimientos entre ambos, una tormenta que estalló en todos los medios. Reina del hielo y periodista aficionado se enamoran, por fin él entraba en el mundo entre sueño y realidad.


Desde aquel encuentro en el Reigton, él había trazado hermosos versos con su estilográfica para ella, una carta por cada jueves de la semana. Ella le inspiraba al escribir y las cartas que ella recibía de él alimentaban su imaginación para crear coreografías, más técnicas, más complejas, y también más románticas. Él se había convertido en su periodista más especializado, en su manager, en su biógrafo, formaba parte de su vida; siempre, desde aquella cita, había sido así.


Cincuenta años atrás. Echar la vista atrás era fácil. Cerrar los ojos y ver de nuevo aquel pabellón mágico que acogería los bailes de Eva, recordar sus ensayos, emocionarse con cada una de sus vueltas, de sus coreografías una y otra vez, entrar en ese mundo de ensueño que se rompía al abrir los ojos y verla postrada en una cama, casi inconsciente, inmóvil, como sin vida. Sus patines se había oxidado al igual que la pluma estilográfica del que había sido un día el joven periodista que viajó a Europa del este. Hacía tiempo que los cuidados a Eva le obligaban a no atender otro tipo de detalles como la carta de los jueves, a escribir su diario o a ver crecer a sus nietos.


Se acercaba un jueves mágico, el del 28 de agosto y a cinco días de la fecha indicada su pluma seguía sin vida, su mano temblaba al tocarla y sus dedos no se encontraban cómodos al abrazarla. Su arte se moría con su amor.

viernes, 22 de agosto de 2008

Cuento egipcio

Las vacaciones están llegando a su fin, y pese a haber viajado y disfrutado, también he tenido tiempo a trabajar en cosillas que tenía sueltas por ahí y que al fin ven la luz y a disfrutar de otra de mis aficiones además de viajar, el leer. Y buscando un libro interesante a la vuelta de Burgos en una de las librerías de la estación del tren, una revista de salud venía acompañada por un pequeño ejemplar donde se reunen cuentos tradicionales de los cinco continentes. Por supuesto, Egipto tenía que ocupar páginas en este pequeño libro de bolsillo.
Como ralentí en el que he metido al blog este mes de agosto, que lo he abandonado un pelín, os escribo este relato tradicional egipcio que se titula: El aprendiz de mago
Éucrates era un joven griego que estudiaba en Egipto. Un día, mientras navegaba por el Nilo, se dio cuenta de que entre los pasajeros del barco había un hombre muy misterioso.
Se trataba de un egipcio con la cabeza rapada como los sacerdotes, que llevaba finos vestidos de lino, y hablaba griego perfectamente. El misterioso hombre se llamaba Pancratés y era muy sabio, pues poseía conocimientos muy vastos en todas las áreas del saber.
Aprovechaba las escalas del barco para bañarse en el río y nadar entre los cocodrilos sin ningún temor. Se divertía acariciándolos o montando a horcajadas sobre sus espaldas.
El joven griego enseguida comprendió que se trataba de un mago y procuró entablar amistad con él. Pancratés no tardó en concederle su confianza, hasta el punto de confesarle, uno tras otro, sus secretos.
Cuando el barco llegó a su destino, Menfis, Pancratés le dijo a Éucrates:
-Dejad aquí a vuestros criados y venid conmigo. No os preocupéis, no vais a necesitar de ellos.
Y se fueron directamente a la posada.
Una vez allí, el egipcio cogió una escoba, le puso a la misma un vestido y pronunció una fórmula mágica en voz baja.
Luego le dijo:
-Ve a buscar agua.
De repente la escoba cobró vida y fue a buscar agua. Lo más sorprendente fue que, gracias a la fórmula mágica, todo el mundo la tomó por ser humano.
Cuando la escoba trajo el agua, el mago le dijo:
-Ordena la habitación y sírvenos.
Y la escoba cumplió las órdenes sin rechistar.
A continuación, el mago volvió a pronunciar unas palabras mágicas en voz baja y la escoba se convirtió de nuevo en un objeto inanimado.
Éucrates quedó maravillado ante semejante prodigio y le hubiera gustado poseer la fórmula mágica, pero el egipcio guardaba celosamente su secreto. Sin embargo, un día, el mago pronunció la fórmula mágica en voz alta y Éucrates, que se encontraba en la habitación de al lado, la oyó. Más tarde, mientras la escoba ejecutaba sus órdenes, los amigos se fueron a dar un paseo.
A la mañana siguiente, el joven griego dejó que su amigo se fuera solo, se apresuró a vestir la escoba, pronunció la fórmula mágica y le ordenó:
-Ve a buscar agua.
Inmediatamente, la escoba cogió un cántaro y se fue a buscar agua.
-Muy bien-le dijo Éucrates-, ahora, !conviértete otra vez en escoba!
Pero la escoba salió de nuevo y trajo más agua, una y otra vez. Pronto, no hubo bastantes ánforas ni recipientes para contener todo el agua que la escoba traía y ésta empezó a derramarla por el suelo.
Éucrates sabía la fórmula que daba vida a la escoba, pero no la que servía para detenerla. Fuera de sí, el griego cogió un hacha y partió la escoba en dos mitades. Cada una de las dos mitades tomó un cántaro y prosiguió con ese ir y venir infernal. El pobre muchacho habría parecido ahogado si el mago no hubiese vuelto a tiempo para deshacer el hechizo.
algunos días más tarde, Pancratés desapareció. Su joven amigo nunca más volvió a verlo y no pudo proseguir sus estudios de magia.