lunes, 30 de junio de 2008

EntreLíneaS




Aquel pueblo parecía salir de un cuento de la Edad Media. El coche de la familia apenas pasaba entre las casas que enmarcaban las carreteras del centro urbano y muchas de ellas dejaban ver entre sus aberturas el paso de los siglos en sus cimientos. Luc miraba sorprendido a todos lados mientras su hermana, Leire, repetía una y otra vez su rechazo por la mudanza a un pueblo perdido en la campiña francesa y donde nada parecía haber evolucionado desde hacía unos siglos. Sus padres aguardaban callados, dejando pasear las quejas de su hija adolescente en el poco espacio libre que las maletas y paquetes embalados dejaban en el auto.

La familia atravesó todo el pueblo seguido de algunos de los camiones que ayudaban con la mudanza de las pertenencias personales que debían amueblar el nuevo hogar. Luc y Leire miraban atentos a su alrededor. Allí se extendía un escenario vacío de personajes a los que ambos hermanos se imaginaban vestidos con ropas del medievo y con un papel que representar como si en el escenario de un teatro se encontraran. Las últimas casas anunciaban el término de aquel pueblo, Dinan, o eso parecía puesto que a partir de ellas se abría la inmensa pradera que acariciaban las aguas del río, el mismo que atravesaba la ciudad.
Los dos hermanos respiraron. Puede que el paso por aquel pueblo sólo hubiese sido destino del itinerario elegido por su padre para meterles un susto en el cuerpo y no porque se tratase de su nuevo hogar. Pocos metros más allá del morro del coche se veían dos altas puertas de hierro que se cruzaban para cerrar un muro que rodeaba unos jardines, eran como los brazos de una persona reservada para mostrar sus secretos e intimidades. El coche de la familia se paró delante de la puerta de hierro de la que colgaba una cadena liberada por un enorme candado oxidado. Dentro, en los jardines, Marie y otros empleados del personal de la casa se acercaban para ayudar a descruzar las dos grandes puertas.
- Vamos a tener que pensar cómo hacer que se abran y cierren de manera automática.
Las palabras de su padre confirmaban lo que tanto Luc como Leire se temían. Aquellas enormes puertas de hierro eran los barrotes de su nueva vida.
Los jardines eran interminables. Con arbustos que en alguna época tuvieron que simular siluetas de animales, hoy lucían descuidados y salvajes. Las hierbas subían desde el suelo hasta la altura de los tobillos y se mezclaban con cascos de botellas rotas y otras basuras que la gente había ido tirando en el interior del recinto a su paso por aquella entrada. Ante ellos se alzaba una gran fuente coronada por una sirena en lo más alto y que obligaba tener que rodearla para llegar a la entrada principal de la vivienda. Era un caserón, un edificio como esos que aguardan historias de fantasmas y otros temores por los recuerdos que sus antiguos dueños habían dejado en ella.
Leire miraba la casa con cara de horror desde la ventanilla del coche. Se negaba a bajar y enfrentarse a aquella mansión que le transmitía de todo menos buenas vibraciones, como ella solía decir desde que salía con la chiflada esa de su amiga italiana, la hippie. Al verla, Marie la cogió del brazo y la guió hasta la entrada principal intentando calmar los temores que estaban creciendo en la cabeza de Leire.
Dentro el aspecto de la casa daba un giro de 180 grados. El hall era enorme y a sus pies ascendía una gran escalera que abría su boca para dar paso a un largo pasillo, donde se distribuían las habitaciones. La cúpula de cristal que se abría en el techo del hall permitía entrar toda la luz del día dando vida a una vivienda que parecía moribunda en el exterior. En el suelo se dibujaba una estrella muy rara, un dibujo que Luc nunca antes había visto pero era bonito y de muchos colores que destacaban del resto de baldosas blancas con algunas betas negras.
Luc, su madre y su hermana se quedaron justo ahí, encima de aquella estrella mirando a todos lados, presentándose a su nueva vivienda mientras el trajín de empleados de la empresa de mudanza subían y bajaban por la gran escalera con los muebles de su antigua vivienda y otros embalados, nuevos debían de ser. Por el lado izquierdo se oían ruidos de cubiertos y ollas golpeándose unas a otras, un sonido que indicaba dónde estaba la cocina, por la derecha el sumo silencio era testigo del desfile de empleados y compañeros de trabajo de mi padre con cajas de libros. Por aquel lado quedaría el despacho del Señor, como todos le llamaban aquel día.
A Luc aquello de Señor le hacía gracia. Su padre siempre solía reírse de las personas que si dirigían a él tan cortésmente y le molestaba que la gente lo tratase con tanta distancia y frialdad. Pero aquel día, estaba tan nervioso porque todo saliera bien y porque nosotros nos encontráramos agusto que ni siquiera escuchaba aquello de Señor.
Casi empujados por él, Luc, Leire y su madre subieron la gran escalera y se encontraron frente a un interminable pasillo custodiado por puertas con marcos muy originales. A Luc le parecía estar en el colegio de Howards y que de cualquier puerta saldría un mago como Harry Potter. Aquel joven aprendiz de magia era su personaje favorito de ficción y sus fantasías siempre contenían relatos cargados de varitas mágicas, duendes, palabras impronunciables para los adultos y demás seres pertenecientes a otro mundo. Aquellas puertas guardaban silenciosas los que a partir de aquel momento iban a ser sus cuartos.
Cada habitación contenía un cuarto de baño propio y eran los suficientemente amplias como para poder montar allí todo el ejército de soldaditos de plomo que Luc coleccionaba desde muy pequeño. Aunque la verdad, las habitaciones parecían crecer con cada armario, somier, mesa y silla que los de la mudanza metían allí. Por muchos muebles que dejasen en la habitación de Luc el espacio nunca iba a faltar. Además, el ambiente olía a hierba fresca, como los cabellos de Doroline, era símbolo que Marie se había encargado de dar las órdenes adecuadas en cuanto al producto de limpieza a utilizar por las limpiadoras. En su casa de París sólo contaban con una chica para limpiar, planchar y preparar la casa para las visitas y con Marie. Pero en su nueva vivienda, dado al tamaño, estaba claro que el número de empleadas y mayordomos crecería.
Como el entrar y salir de los empleados de la empresa de mudanzas no le dejaban imaginar dónde y cómo iba a colocar todas sus cosas en su nueva habitación, Luc decidió ir a conocer los dormitorios del resto de la familia. En el cuarto de al lado, los muebles de su hermana se amontonaban en la puerta cerrada. Luc abrió la puerta despacio, como con miedo con lo que podía encontrarse dentro. Pero allí sólo estaba su hermana, llorando sobre el colchón desnudo de su cama. La habitación era muy similar a la suya, excepto porque tenía armarios empotrados, por lo que el cuarto de Leire iba a ser más grande, algo que a él no le importaba porque con el suyo ya le valía para colocar todas sus cosas y tener aún así espacio donde jugar a gusto.
Estaba claro que a su hermana aquello de la mudanza le iba a afectar más que a Luc y aunque entre ellos nunca antes hubiese una relación muy estrecha, Luc sabía que le tocaba a él eso de devolverle la felicidad a Leire. Al fin y al cabo, a él ya no le disgustaba tanto haberse mudado viendo la casa tan misteriosa que había elegido su padre.

domingo, 29 de junio de 2008

EntreLíneaS

Odiaba a su padre. Y a su madre también. Creía que nunca iba a decir esas palabras, pero las había repetido una y otra vez entre lágrimas y sollozos desde que aquella noche sus padres habían reunido a toda la familia en el salón para comunicarles la noticia. Se mudaban de casa y, lo peor de todo, también de ciudad, o mejor dicho, cambiaban la gran urbe por una aldea perdida en medio de la campiña francesa.


¿Por qué le tenía que pasar eso a él? Ahora, que a sus 9 años y después de pelear durante los últimos dos años había conseguido que Doroline le hiciera caso y aceptase ser su novia, aunque todavía se negaba a darle un beso, decía ella que le daba asco y que eso era de personas sin educación y sin escrúpulos. Él no pensaba así. Más que nada porque cada noche veía como su madre recibía a su padre con un beso cuando llegaba de trabajar, y desde bien pequeños, a él y a su hermana, siempre les habían mandado recibir a su padre y a todos los invitados que iban a casa a darles un beso de bienvenida. Además, cuando se encontraba en frente de Doroline se moría de ganas por darle un beso, de sentir el mismo olor que desprenden las praderas en la primavera en sus cabellos rizados, de mirar fijamente y muy de cerca sus grandes ojos de iris verde y rayas amarillas. Era la mirada de un gato en la cara pecosa de una niña refinada de la Francia de principios del siglo veinte, procedente de familia adinerada y puede que, por ello, siempre muy bien preparada y perfumada.


Hacía un par de días tan sólo que había logrado rozarle la mejilla con sus labios y sonrojarla por ello. Nunca olvidaría aquella expresión en el rostro de Doroline. Entre la sorpresa de recibir aquel beso y el rubor que le había provocado, su rostro había mostrado el reflejo más hermoso que él nunca antes había visto. Y justo ahora, tan sólo dos días después de la que sin duda había sido una de las mejores experiencias de su vida, sus padres decidían mudarse.


Lo bueno que tenía todo aquello era que por primera vez su hermana y él estaban de acuerdo en protestar. Tampoco a ella la gustaba la idea de irse justo en aquel momento. Leire, a sus 15 años, comenzaba a salir hasta las nueve de la noche con su grupo de amigos por la zona antigua de la ciudad y según se decía en el patio del colegio, estaba saliendo con el chico por el que todas las adolescentes suspiraban. Moreno, de ojos negros y con labios gruesos, aquel joven extranjero destacaba por los rasgos comunes a su raza latina y por su carismática forma de ser. Leire era la envidia de muchas jóvenes de su edad e incluso las de un curso superior al suyo, lo que era todo un orgullo para ella. Pero como todo en esta vida, el cuento de hadas que ambos hermanos habían comenzado en su ciudad natal veía el final del túnel, o el comienzo de uno, ya que no sabían lo que iban a encontrarse en la nueva etapa de su vida.
Marie, la chica que siempre les había cuidado tanto a él como a su hermana desde que Leire era pequeña, era experta en eso de las mudanzas. Por motivos laborales de sus padres, Marie había vivido en Bordeaux, en Lyon, en Lorient, en Reims y en Paris, donde había conocido a la familia de Luc.
- No te preocupes, Luc. Encontrarás a otra chica tan guapa como Doroline en la nueva ciudad. Además, siempre es intrigante lo que pueda sucederte allí, a quién puedas conocer o incluso lo que puedas llegar a hacer allí.
La 'nana', como Luc y Leire solían llamar a Marie, siempre sabía las palabras exactas para levantar el ánimo de los dos niños, pero aquella vez las palabras no eran suficientes.
- ¿Y mis amigos? ¿Y los abuelos?¿Y el colegio?....
Realmente el colegio era lo que menos le importaba, pero en ese momento toda excusa era buena para intentar echar atrás los propósitos de sus padres. Para un niño de 9 años no era fácil comprender que el trabajo de su padre obligaba a toda la familia a trasladarse a un pueblo del que ni siquiera había escuchado el nombre, ni en clase de geografía por muy poca atención que tomara a las explicaciones del Narigón. Fijo que hasta a él lo echaría de menos porque era imposible que existiese ningún otro profesor tan mustio y feo como el profesor de geografía de su colegio.
En su habitación siempre decorada con payasos y arlequines vestidos con trajes de mil colores, reinaban ahora las interminables montañas de cajas de cartón. No estaba el escritorio, ni las estanterías que desde siempre habían sujetado sus libros, por no estar no estaba ni el somier de su cama. Eso fue lo primero que cargaron en el camión de la mudanza que había salido por la mañana, mientras Luc desayunaba en la cocina, mientras comía el último bocado de tostada que comería en aquella casa, el último sorbo de leche, el último, el último, el último. Ahora odiaba esa palabra que se había convertido en un habitual en todas sus conversaciones. Era como si el fin del mundo estuviera a punto de llegar y nadie podía hacer nada para evitarlo.
El portazo y las tres vueltas de llave que dio su padre a la puerta de entrada de su casa había sonado mucho peor que un adiós. Aquello era el fin. No le daban ni el tiempo necesario para despedirse de todos los que le hubiese gustado estrechar por última vez la mano. Sólo pasaron por casa de sus abuelos para despedirse de ellos, eso sí, su abuela, con lágrimas en los ojos, le había dado una caja de bombones y galletas caseras a su hermana y otra para él; y su abuelo les había dado un billete de 20 francos. Nunca antes les había dado tanto dinero, pero aquello ya no importaba porque en la nueva ciudad Luc no sabría dónde estarían las tiendas más interesantes para invertir aquellos francos. Y ahorrar...ahorrar era muy aburrido. ¿Para qué sirve el dinero parado en una caja si sólo tú vas a saber cuánto hay dentro?
Al abrir la cartera para guardar los 20 francos, una fotografía de Doroline se cayó al suelo. Era el único recuerdo que tendría de la niña que le había robado sus primeros sueños y lo que iba a ser un secreto ahora lo sabía toda la familia. Con un sonrisa dulce en los labios, su abuela recogió la fotografía del suelo y entregándosela intentó animar a Luc asegurándole que en su nuevo hogar encontraría otra niña tan guapa como Doroline.
Esa frase ya la había oído antes ese mismo día y no le gustaba. Cuando los mayores repiten las frases es porque les das pena, porque creen que eres tonto o porque la situación es tan mala que no hay palabras coherentes para decir, y por eso todos repiten la misma tontería. Otro apoyo más para quedarse en su casa de siempre, pero como antes ya lo había hecho, su padre no atendió a las explicaciones que le daba.
Sentado en el asiento trasero del auto, la imagen de los abuelos sacudiendo la mano en forma de despedida y las casas de la ciudad alejándose componían el paisaje más triste de su corta vida y que nunca olvidaría. También su hermana se despedía de sus abuelos y de la ciudad mientras se secaba inútilmente las lágrimas que le rodaban por el rostro. Sus destinos tomaban un nuevo rumbo.

miércoles, 18 de junio de 2008

TReNeS


Le encantaba aquel aparato. Ruidoso y juguetón, el tren siempre había alimentado su fantasía de innumerables historias desde pequeña. El chiflar de la locomotora que la despertaba cada mañana en su casa de verano era el único sonido que conseguía arrancarle del cálido abrazo de las sábanas cuando era niña. Nunca olvidaría esa imagen del tren pasando por el límite de la finca de sus abuelos y de su abuela asomada a la ventana de la cocina reprendiéndola por no llevar nada más encima que el fino camisón de tirantes.


La casa de los abuelos era enorme. Rodeada de un inmenso jardín con palmeras, naranjos, avellanos y rosales, la vivienda se levantaba tres pisos del suelo y entre sus gruesos muros de piedra conservaba los recuerdos de su familia desde hacía más de cien años. Aquella casa había tenido de todo: establos, un bar, una tienda y hasta una guardería. Y de todo aquello ahora sólo quedaban grandes habitaciones que se fueron adecuando en el tiempo según las necesidades de sus abuelos.


Su habitación estaba en la buhardilla, que era tan grande como la planta de toda la casa. Por el invierno aquella estancia tan gran y apenas con mobiliario, le daba miedo. Las sombras de la noche, el chirriar de las maderas del suelo y sonido del viento...todo era motivo para estar asustado y pensar que algo raro iba a suceder en cualquier momento. Pero por el verano todo era diferente. No había apenas viento que la trasladara sin moverse de la cama al escenario de una película de suspense y en la ventana que se abría encima de su cama reflejaba el destello de miles de estrellas que parecían bailar en la laguna negra de la noche. Las noches de verano eran las que más le gustaba pasar en casa de los abuelos, y los despertares con el pitido del tren con el que bajaba a toda velocidad las escaleras de los tres pisos de la casa hasta llegar al jardín donde veía pasar el tren, mientras notaba el frescor del rocío posado en la hierba bajo sus pies.


Eran los trenes de madera. En los que los pasajeros del último vagón saludaban desde el pequeño balcón que servía de cola, en los que el juego de las ruedas al moverse hipnotizaba, y al que todavía se podía seguir con la mirada a un ritmo que te dejaba observar los detalles de los vagones.


Siempre le había encantado aquel aparato. Incluso en la actualidad, y después de haber pasado más de veinte años cogiendo dos trenes al día para ir de casa al trabajo, y del trabajo a casa. No quería parecer nostálgica, pero eran muchas las veces que se cruzaba por la calle con un pasajero habitual de su mismo vagón y sentía la tentación de ir a saludarle, como si se tratara de un amigo íntimo, y es que tantos viajes y días compartiendo asiento deberían estrechar amistades, o por lo menos crearlas. Entonces, cuando la razón tomaba el control de sus impulsos imaginaba cómo sería la relación de los pasajeros de los trenes que la despertaban de pequeña, aquellos trenes donde no todos los vecinos del pueblo podían permitirse el lujo de viajar todos los días. Quizás por eso, los pasajeros de aquellos trenes sí entablaban amistades, por ser menos o porque aún conservaban en su ser la actitud entrañable y amable de las personas; de las personas de verdad y no las de ahora tan frías e independientes del resto del mundo.


Puede, que por ese motivo, siempre dedicase sus días libres de trabajo a viajar en trenes turísticos, esos que intentando imitar el pasado, conservaban la estética de los primeros trenes, eso sí, de primera clase y con todas las comodidades del presente. Le encantaba acomodarse en sus amplios sillones, pasear por los vagones donde la gente era mucho más amable que en un cercanías, visitar el vagón comedor donde las mesitas sujetan lámparas antiguas y las ventanas están decoradas con cortinas muy bien colocadas. Esos eran los trenes que más le gustaban ahora, los que más se parecían a los de antaño y donde aún se podía respirar el calor de un viaje tranquilo y sin agobios. Un acierto. O eso pensaba ella que había sido el proyecto de las compañías de ferrocarril al proponer esos viajes turísticos por la región en trenes de siempre.


Y entonces, al llegar a la estación, el pitido que cuando era pequeña significaba el despertar hacia la felicidad, era ahora el despertar a la realidad, el final de un viaje inspirado en el pasado al que ya le ponían barreras. !Cómo odia esas horribles barreras automáticas!


Un niño, al otro lado de la barrera que marca la diferencia entre los que tienen billete y los que no, tira de la mano a su madre mientras le señala el tren que parece de juguete, un tren con aspecto de tener muchos años. Un tren al que ese niño sólo podrá ver desde el otro lado de la barrera, desde la frontera, pero sin sentir la libertad de un jardín enorme lleno de vida y paz ni el frescor de la hierba bajo sus pies. Ese niño nunca sentirá la atracción y verdadera devoción que ella siempre ha tenido por los trenes.

lunes, 16 de junio de 2008

Un ascenso con 'Brujería'




Diez campanadas fueron las que resonaron en la iglesia de San Pedro. En sus pies, el mar rugía con el orgullo de una ciudad que vestía sus mejores galas. Diez campanadas. Una por cada año que las lágrimas de miles de aficionados desprendían viendo como se esfumaba el tren a la división de oro del fútbol español para el equipo gijonés. Pero al final, como en toda buena película y sin guión premeditado, el final ha sido feliz. El Real Sporting regresa a Primera División.



Con la mirada perdida y sentado en aquel banquillo que ocupó durante tantas y tantas temporadas, recordaba los mejores momentos del equipo que se había convertido en su vida. Las viejas tribunas del Molinón guardaban el recuerdo del rostro de aquellos miles de desconocidos que componían su familia deportiva, el aire acercaba los cánticos entonados desde el fondo. Aquellas voces que daban el aliento a los jugadores en los malos momentos, que tantas veces habían arropado sus jugadas en las tardes frías de invierno y habían refrescado con sus banderas y bufandas los tragos más duros. Aquel estadio aguardaba como el arcón más antiguo todos sus recuerdos. Las jugadas compartidas con su hermano, los ascensos y descensos que hacían temblar los viejos cimientos del municipal gijonés; las emociones que tatuaban en la piel marcas invisibles pero imposibles de olvidar.


Sólo, sentado en el banquillo del equipo local lograba meditar. Cerrar los ojos y olvidar por unos instantes quién era para integrarse en esa esfera de desconocidos donde nadie sabe de nadie, en esa soledad que inunda las grandes ciudades en las que entre el revuelo y el stress gobierna la tranquilidad personal. Temía abrir los ojos y no ver la imagen del estadio vacío, imponente en el tiempo. Olvidar todo lo que había ocurrido entre aquellas gradas, pensar que nada de lo que recordaba había sido verdad. Y abrió los ojos, para dejar de soñar y ante él permanecían los asientos vacíos que vestían un césped espectador del vuelo de una paloma. También allí era donde él debería volver a alzar su vuelo, continuar con la vida digna de un Brujo.






Sería un día largo. Como al inicio de un partido, el pitido de un silbato esta vez en el interior del estadio indicó el inicio de una nueva jugada en el momento que le tocaba vivir. Frente a la soledad que reinaba en el Molinón, las instalaciones deportivas de Mareo acogían a miles de aficionados que como él sentían estremecerse el corazón. Había sed de victorias y ansia por celebrar un ascenso, o dos, y todo ello se dejaba notar en el ambiente.

Arropado por los suyos y entre los aplausos de los seguidores, logró entrar en el campo y disfrutar de un partido que sin más jugo que el ofrecido por un humilde empate daba la primera alegría a la afición sportinguista. El equipo filial volvía a Segunda División B, sirviendo la fiesta como aperitivo para lo que vendría después.


En la playa de San Lorenzo el mar también celebraba el primer ascenso del equipo gijonés. Al compás de las olas en su chocar con las piedras que sostienen la iglesia, miles de corazones latían al unísono, gritando en silencio repetir aquella tarde de junio el partido y la alegría vivida con los 'yogurines' de Mareo. Y estallaron, todos ellos. Con el inicio de cada cántico de la grada una ola rompía con fuerza dando libertad a la espuma blanca que asomaba por el muro como fuegos artificiales. Era el inicio de un final. El broche final para toda una década de sufrimiento en segunda división y el inicio de una nueva era.






!Ahora, ahora, ahora Quini ahora! La afición no olvida. No puede borrar de la memoria las jugadas de un joven jugador que llegado del Ensidesa vestía los colores de un equipo que ganaría el respeto de todos los campos de España, un Matagigantes que comenzaba a desperezarse en las botas de aquel jugador del Sporting.

Ya no se veían en el Molinón los saques de esquina tan peligrosos como cuando él los realizaba. El viejo estadio hacía tiempo que no era escenario de jugadas gloriosas y dignas para el recuerdo de todo aficionado al fútbol. Pero en la retina y en el corazón de todo sportinguista, continúa viva la imagen de Quini vestido con los colores del equipo gijonés y celebrando los goles, muchos con su hermano, Castro. Era la brujería de un Brujo que nunca se olvidó de su equipo ni su equipo de él, por eso, aquella tarde de junio fue protagonista, él y los jugadores que llevaban al equipo a Primera División.
Se cumple un sueño: el ascender a Primera División 10 años después de aquella funesta caída, casi en picado. Un ascenso puede ser la cura de una enfermedad, psicológica no obstante. Una situación increíble aún hoy para muchos que lo llevan deseando tanto tiempo, que han dejado sus voces en las gradas del Molinón, que han vertido su tiempo al equipo, para todos ellos que dedican su vida al Sporting. A partir de agosto ese sueño se verá más como la realidad que ya es y no como algo imaginario; pero para algunos, los que hoy vivimos en Gijón y en todos aquellos rincones donde late el corazón de un sportinguista, el sueño debe finalizar ya: estamos en Primera y nos toca ser los guionistas de un Sporting que seguirá respirando por aquellos que lo han dado todo por él.
Quini, va por ti

jueves, 5 de junio de 2008

Tutankamon en Londres


Londres y Egipto vuelven a unirse para mi, y esta vez no sólo en intentos de novela corta publicados en este blog. Los tesoros de la tumba de Tutankamon descubierta por Howard Carter han dado tanto que hablar en las últimas décadas que son muchas las ciudades que se ofrecen para albergar por unos meses los utensilios que en siglos anteriores al nuestro, pertenecieron al faraón niño.


Londres. La capital de esa isla acoge en su corazón un pequeño homenaje al Antiguo Egipto con la exhibición de los tesoros de Tutankamon, una oportunidad de oro para todos los amantes del mundo de los faraones y del país del Nilo que estos días estemos en Londres. Y yo, como no podía ser menos y aprovechando mi estancia en la ciudad de Sherlock Holmes, me 'regalaré' un día rodeada de lo más maravilloso que haya podido ver hasta ahora (exceptuando el museo británico al que siempre vuelvo, y hablando de Egipto). Ya me queda menos para conocer Egipto.

miércoles, 4 de junio de 2008

¿Un vaso de té?


El agua había tomado la temperatura adecuada para vertirla en la tetera. Siempre le habían encantado los juegos de té árabes que se veían en los documentales que emitían los fines de semana por televisión. El aspecto refinado de aquel artilujio llamaba la atención al más despistado que pasase por su lado, con su boquilla bien estirada, su tapa pomposa como si se tratase de un sombrero de gala, y su color plata. Plata y no dorado como el plato donde reposaban ya los vasos de color rojo con retoques dorados. El rojo. El color de la pasión, o quizás el color de una persona.


El ruido de los coches que pasaban por la calle debajo de su ventana y la leve brisa le hizo levantar la mirada. Vivían en una villa marinera, pero el mar quedaba lejos de su casa, un aliciente más para sentirse como en un pequeño rincón egipcio en las entrañas de una ciudad europea. Las cortinas bailaban, juguetonas. Era como si también ellas siguieran el compás de aquella canción que comenzaba a sonar y que ella canturreaba en alguna otra habitación.

- Shik...shak...shok. Shik, shak, shok....


Sí, aquel piso albergaba el espíritu egipcio. El humo del té se escapaba por la boquilla de la tetera como si fuera el despertar de algún genio que fuera a salir y concederle tres deseos. Por el pasillo, la luz del sol bañaba el suelo donde se proyectaba la silueta de ella. Se acercaba cantando aquella canción que sonaba mientras movía sus caderas al ritmo de algún instrumento árabe, a la vez que jugaba con sus manos, perfectamente colocadas, como si cogiese con suma delicaleza una pequeña perla entre sus dedos pulgar y anular.


Entonces apareció en la sala donde el té y él la esperaban. Sus ojos estaban perfectamente maquillados, alguno de sus gatos bailaba con ella ¿Bastet? Su rostro, sus movimientos y todo el ambiente que la rodeaba la hacían parecer como una diosa del Antiguo Egipto bailando en su pequeño país legendario encerrado entre las paredes de una vivienda de pleno siglo XXI. Era la magia de Egipto, la de la música, la que sólo forman los verdaderos sentimientos. Y era en ese mismo momento donde debía empezar la ceremonia del té.


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Aunque el té esté muy presente en cantidad de países y culturas, la tradición del té en los países árabes es tan común como la hora del té en Inglaterra. A mí, que me encanta el té, me regalaron hace una semana un juego de té árabe. Parece que me hubiesen leído el pensamiento porque llevo muchísimos años queriendo comprarme uno, pero por una cosa o por otra nunca lo había comprado. Ahora ya tengo mi tetera, dos vasos, la bandeja y.....a beber té! Gracias a los dos ;-)


Por cierto, he mirado por ahí a ver qué encotnraba de la ceremonia del té en los países árabes y he encontrado esto:

El té en el norte de África es una verdadera ceremonia. Si algún día estuviésemos invitados a tomar el té en una casa árabe, veríamos cómo el anfitrión d ela casa (normalmente la persona de mayor edad y varón) lo prepara normalmente.


En esta ceremonia, se ofrece a los invitados una jofaina con agua fría, en la que deben lavarse las manos. Tras ello, se acerca a la mesa un hervidor lleno de agua, la caja del té verde, el azucarero y sobre una bandeja, la tetera y los vasos con un ramito de menta fresca. Mientras el agua empieza a hervir, se pone en la tetera una cucharada de postre de té para dos vasos. Cuando el agua comience a hervir se vierte una pequeña cantidad sobre el té, moviendo la tetera con un suave movimiento circular para mojar el té, y se vacía el contenido en un vaso. Se repite la operación dos veces más con dos nuevos vasos, con el fin de lavar el té de impurezas. Entonces se vierte en la tetera el primer vaso y añadiendo agua hirviendo se lleva al fuego la tetera. Cuando el té hierve –cuanto más hierva, más fuerte será- se retira la tetera del fuego y se añade la menta, que se habrá preparado previamente y también un gran terrón de azúcar. Para terminar se añade un terrón de azúcar por taza.
Después empieza el proceso de aireación. Se llena un vaso de té y se pasa de este a la tetera dos o tres veces seguidas, elevando la tetera, para que el líquido se estire y el té se oxigene. Sólo faltará comprobar el punto de azúcar, llenar definitivamente los vasos y servir a los invitados. Mientras se consume, las hojas continúan en infusión, resultando cada té más fuerte que el anterior. Se acompaña habitualmente de pastelería típica árabe a base de hojaldre, miel y frutos secos.